
Por Luis E. Torres-Núñez
Recientemente el profesor Fernando Mires ha señalado con claridad que el Premio Nobel de la Paz no es un galardón político, pero sus efectos lo son inevitablemente. Comenta que cada vez que el Comité Nobel elige premiar a una figura pública, toma partido por uno de los bloques en disputa. Cuando reconoció a Mandela y De Klerk, lo hizo por estar de acuerdo con el fin del apartheid; cuando distinguió a Lech Wałęsa, lo hizo en respaldo a la libertad frente al comunismo soviético; y al conceder el Nobel de la Paz a María Corina Machado en 2025, tomó partido por la democracia frente a la dictadura venezolana durante el año 2024. El Nobel, como señala Mires, dignifica a quien representa la causa de los que resisten pacíficamente al poder, no a quienes lo imponen.
Ahora bien, esa claridad ética queda distorsionada en la carta que Adolfo Pérez Esquivel dirige a María Corina Machado. El Nobel argentino apela a su pasado de víctima de la dictadura —sin reconocer que María Corina también lo es— y, con un lenguaje piadoso y paternal, manipula el sentido del debate. Pero nosotros entendemos que bajo ese ropaje moral se oculta un mensaje político inaceptable para la mayoría de la población venezolana; no es otra cosa que la legitimación discursiva del régimen de Nicolás Maduro. En este sentido, su carta no es un llamado a la paz, sino que se constituye en una pieza de propaganda cuidadosamente disfrazada. Matiza el régimen venezolano como una “democracia con luces y sombras”, reproduciendo el relato del “bloqueo imperial” y acusa a la oposición democrática de servir a intereses extranjeros. Todo ello para ocultar la represión, la tortura y la pobreza que asfixian a millones de venezolanos, hechos que los organismos internacionales —Naciones Unidas, la Corte Penal Internacional, la OEA, ACNUR y Amnistía Internacional— ya han documentado.
Ahora bien; sabemos que Pérez Esquivel no es ingenuo. Su discurso, que se reviste de paz, se construye sobre una consciente falsificación. Habla de “dignidad del pueblo” y de “unidad nacional” mientras omite mencionar a los presos políticos, los cuerpos de los jóvenes asesinados en las diversas manifestaciones y los millones de exiliados que pueblan las fronteras del continente. Llama a la serenidad y al diálogo, para que los venezolanos hagamos lo que él no hizo: aceptar la injusticia criminal como destino. Indigna que Pérez Esquivel intente defender el régimen de Maduro como si fuera un caso distinto a la dictadura argentina de la que fue víctima, cuando, en lo sustantivo, comparten el mismo patrón de criminalidad de Estado. Los venezolanos no vemos diferencias en la magnitud ni en la naturaleza de las violaciones de derechos humanos, en ambos casos hay persecución política, detenciones arbitrarias, tortura y represión sistemática. Cambian los discursos; pero no el sufrimiento de las víctimas. No hay en su carta una sola línea de compasión hacia las víctimas del régimen, ni un solo reconocimiento del sufrimiento de los venezolanos. Lo que hay es una “lección moral” dirigida a María Corina, convertida paradójicamente hoy en la depositaria del mismo ideal de resistencia cívica que él encarnó en otro tiempo.
Es acá donde emerge la contradicción inaceptable. El hombre que en 1980 recibió el Nobel de la Paz “por su lucha no violenta en defensa de los derechos humanos frente a las dictaduras militares” hoy respalda gobiernos que reproducen, bajo su mismo ropaje ideológico, las mismas violencias que denunció. En 2019, mientras la legitima Asamblea Nacional desconoció la reelección amañada de Maduro, estallaban las protestas masivas y el país sufría apagones nacionales en medio de un éxodo creciente, Pérez Esquivel pidió un referéndum “libre y abierto con observadores internacionales”. Pero cuando el régimen se estabilizó y ese referéndum nunca ocurrió —y las calles se llenaron de detenidos, heridos y familias rotas por la represión— guardó silencio. La incoherencia se acentuó en 2024, sin actas verificadas ni observación independiente, suscribió junto a Evo Morales y Manuel Zelaya una carta que respaldó el supuesto triunfo de Nicolás Maduro el 28 de julio, pese a las denuncias de fraude de misiones internacionales y organizaciones de derechos humanos. Ese gesto, contrario al espíritu del Nobel que alguna vez lo honró, raya en el cinismo por invocar la paz mientras se legítima el fraude y abiertamente manipula para callar el dolor de un pueblo.
Es así, como su trayectoria reciente revela una deriva de comportamiento incompatible con el legado que alguna vez encarnó. Su pacifismo se ha convertido en una especie de indulgencia selectiva, que condena los abusos cuando provienen de dictaduras de derecha, pero los justifica cuando son de izquierda. Habla de soberanía para excusar la represión y de autodeterminación para silenciar la disidencia. Ha sustituido el humanismo por el alineamiento ideológico. Y lo hace usando el prestigio moral que le otorgó un premio que debería obligarlo, precisamente, a decir lo contrario.
Los venezolanos, hemos vivido años de autoritarismo y ya conocemos muy bien esa forma de manipulación. Sabemos que detrás del discurso de la “paz” se esconde la misma lógica de control que destruyó nuestra vida democrática; no aceptamos la idea de que el pueblo debe sufrir en silencio por el bien de una causa superior. Así que, no hay causa que justifique el hambre, la tortura ni el exilio. No hay revolución que merezca la miseria de un país entero. Y no hay ética en sus palabras que pueda sostenerse sobre sus mentiras.
Pérez Esquivel pretende usar su autoridad moral para imponer una versión distorsionada de la realidad venezolana, donde el opresor es víctima y la víctima es culpable. Esa manipulación del sentido ético es, en sí misma, una forma de violencia simbólica, porque niega el dolor del pueblo y legitima al poder que lo causa. Para quienes hemos dedicado la vida a la educación, la investigación y el servicio público, es moralmente inaceptable que un Premio Nobel de la Paz contribuya a perpetuar la opresión mediante el engaño. No hay mayor deshonra para un pacifista que ponerse del lado de los verdugos.
La interpretación de Fernando Mires desmonta, con precisión, esa impostura. El Comité del Nobel —dice Mires— no premió una ideología ni un bloque geopolítico; premió la defensa de la democracia frente a las dictaduras, en Venezuela y en el mundo. El galardón a Machado no solo representa a los ciudadanos venezolanos que exigen libertad, sino a todos los pueblos que resisten las nuevas autocracias. Por eso, ningún dictador ha celebrado ese premio. Ni Putin, ni Ortega, ni Maduro, ni sus aliados. El malestar de todos ellos demuestra que el Comité acertó. El Nobel de la Paz vuelve a ser lo que debe ser, aunque Pérez Esquivel ya no sea un espejo moral que distinga diferencias entre los demócratas y los tiranos.
Esa es la coherencia que Adolfo Pérez Esquivel ha perdido. Su carta no pasará a la historia como una lección de paz, sino como el ejemplo triste de cómo el prestigio puede convertirse en instrumento de manipulación. Para los venezolanos, que pagamos con sufrimiento real esta desgracia, su mensaje no es una reflexión, y lo denunciamos como una ofensa. La ética no se mide por las palabras, sino por la fidelidad a la verdad. Y la verdad, en Venezuela, está escrita en las cárceles con presos políticos, en los hospitales sin medicinas, en los millones de familias dispersas por el mundo y la destrucción de nuestra democracia. Su discurso moral no puede borrar esto; y menos el triunfo del Nobel de la Paz de María Corina Machado y los venezolanos.
- El Nacional.com
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