Como toda buena ficción política, la idea de una “transición pactada y controlada” para Venezuela seduce por su forma y decepciona por su fondo. Propone un equilibrio imposible entre lobos hambrientos y ovejas esperanzadas, como si el simple pacto entre élites —civiles, militares, económicas y opositoras— pudiera domesticar al Leviatán chavista y conducir al país a una tierra prometida de aperturas económicas y administrativas. La hipótesis tiene algo de realismo mágico y bastante de autoengaño colectivo: la suposición de que quienes destruyeron el país serán los mismos que, por iluminación o fatiga, aceptarán reconstruirlo en cuotas.
El esquema sugiere que bastaría con ofrecer garantías de no persecución a los jerarcas del régimen para que, a cambio, estos entreguen voluntariamente partes del poder a cambio de inversión, estabilidad y credibilidad. Como si la complicidad y el control fuesen negociables. Como si el aparato que ha prosperado sobre la impunidad, el saqueo y la represión se desactivara con promesas de impunidad futura. La propuesta, que algunos manuales de prospectiva llaman “Escenario B”, es en realidad una fábula edulcorada donde los verdugos se disfrazan de reformistas y los verdugos de ayer se convierten en los garantes de la apertura de mañana.
Hablar de “transición” en Venezuela es seguir alimentando la esperanza ritual de una mudanza que nunca ocurre. Lo que ha existido —y continúa— es cohabitación. Los acuerdos entre cúpulas, disfrazados de negociaciones políticas, han servido para asegurar cuotas, legitimar farsas electorales y reacomodar el reparto de los despojos del Estado. En ese contexto, pensar que las élites chavistas abrirán espacios económicos —ni siquiera políticos— a cambio de un retiro dorado es subestimar la voracidad y el pragmatismo de una maquinaria que se sostiene gracias al control absoluto de las “zonas rojas”: justicia, seguridad, defensa, renta.
El supuesto “pacto de transición” no parte de una correlación de fuerzas favorable al cambio, sino del cansancio. Pero el desgaste de las élites no es sinónimo de redención: es síntoma de reorganización. La “fatiga de materiales” no es debilidad política, sino el momento previo a la mutación. Y si algo ha demostrado el chavismo es que sabe mutar: del golpismo al autoritarismo electoral; de la revolución a la cleptocracia; del culto a Chávez a la obediencia cubana. Las crisis son su combustible, no su talón de Aquiles.
Lo más peligroso del relato de la “transición controlada” no es su inviabilidad, sino su capacidad de generar expectativas en un país exhausto de esperarlas. Prometer una salida pactada en 12 a 48 meses es volver a ponerle fecha de vencimiento a la ilusión. Y cuando esa fecha no llega, o cuando lo que llega es más de lo mismo, el resultado no es la resignación, sino la desmovilización, la apatía, el cinismo. Es ahí donde la oposición oficialista —la misma que hoy agita la bandera electoral como fetiche redentor— vuelve a convertirse en cómplice del engaño. Vende otra vez el “cambio en paz”, como si el régimen tuviera prisa por desmontarse o como si la represión respondiera a caprichos y no a estructura.
Así, cada promesa incumplida se suma a una larga lista de profecías fallidas: el referendo salvador, el interinato milagroso, las sanciones mágicas, las elecciones definitivas, las primarias esperanzadoras. Y ahora, la “transición controlada”. Un guión reciclado donde lo único que se renueva es el reparto de actores y la música de fondo.
Otro de los delirios técnicos del escenario es su apuesta por mejoras parciales en el “compliance” y el clima de negocios. Una forma elegante de decir que se permitirá a algunos sectores operar, siempre y cuando no toquen lo estratégico. Es decir, se habilitará el decorado de normalidad para atraer inversiones tímidas, mientras se preserva el control político y militar sobre las minas, el petróleo, la justicia y la represión. ¿Quién garantiza que este régimen, experto en fingir aperturas, se volverá predecible y respetuoso del derecho solo porque lo necesita? ¿En qué manual se enseña que las mafias se reforman mediante consultorías en gobernanza?
Quien todavía piense que una “entrada escalonada” de capitales en sectores no sensibles abrirá la puerta al cambio político no ha entendido que el chavismo no se resquebraja con inversiones ni se erosiona con gradualismo. Se alimenta de ellos. Y los usa, como todo, para ganar tiempo y recomponerse.
El principal problema de esta narrativa “B” es que en su afán por evitar el trauma —la ruptura— se recuesta sobre el tiempo. Ofrece horizontes cercanos, plazos razonables, ventanas de oportunidad que no se abren. El país, mientras tanto, sigue naufragando en el limbo de lo posible. Y la oposición que insiste en estos cuentos, lejos de galvanizar a la sociedad, la anestesia. Se vuelve predicadora de un evangelio que ya nadie cree: el del cambio sin ruptura, sin confrontación, sin costos.
El chavismo no tiene incentivos para pactar una apertura real porque no enfrenta un riesgo real. Mientras el aparato represivo funcione, mientras las élites se mantengan cohesionadas por el miedo, el botín y la vigilancia cruzada, no habrá transición sino reacomodo. Ni pactada ni caótica: administrada por ellos, en sus términos, a su tiempo. La oposición que sigue apostando a que el régimen cambiará por iluminación interna o presión amable, se limita a hacerle de escribano al poder.
Quizás ha llegado el momento incómodo de aceptar que no toda dictadura termina con un pacto ni con elecciones. Que hay procesos políticos que no culminan con una transición sino con un colapso, una implosión o un reventón militar. Y que si la historia venezolana aún tiene algo de dignidad por escribir, no será gracias a la ficción de una “transición controlada”, sino a la lucidez de entender que en tiranía no se negocia el futuro: se lo conquista o se lo pierde.
Mientras tanto, seguimos atrapados en este laboratorio político de ideas recicladas y promesas en piloto automático. Donde se repite como mantra que “ahora sí”, “esta vez es diferente”, “todo está cambiando”. Y al final, lo único que cambia es la excusa. O el analista.
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