Américo Vespucio, el florentino nacido en 1454, forjó su destino entre los claustros
del Convento de San Marcos. Su formación en los saberes clásicos lo
transformaron en un experto geógrafo y navegante, un bagaje que marcaría la
historia del mundo.
A los treinta y siete años, el encuentro con su paisano Cristóbal Colón despertó en
él una fascinación irrevocable por aquellas tierras recién descubiertas, llenas de
mágicos encantos y riquezas naturales inimaginables.
Cuando Colón regresó triunfante en marzo de 1493, encandilado con las riquezas
de lo que creía eran las Indias orientales, desató una fiebre comercial en Europa.
Las poderosas casas bancarias de Génova y Venecia empezaron a especular con
la apertura de nuevas rutas para el lucrativo transporte de especias.
En este escenario de ambición, Vespucio ya estaba en España, actuando como
empleado comercial de la influyente casa de los Médicis. Su misión mercantil le
permitió vincularse con los hombres más influyentes de la Corte y, crucialmente,
con el propio Colón, la celebridad del momento.
Seducido por la fiebre exploradora, Vespucio decidió cruzar el océano él mismo.
Su viaje crucial fue en 1499, integrando la expedición de Alonso de Ojeda.
Siguiendo la ruta del tercer viaje colombino, las naves llegaron a la
desembocadura del Orinoco. Junto a Juan de la Cosa, Vespucio exploró el Golfo
de Paria, bautizado como “Golfo de las Perlas” por la abundancia que lucían los
indígenas. La travesía los llevó luego a la isla de Curazao y las costas de Coro.
El descubrimiento definitorio ocurrió al internarse en un inmenso golfo. Allí, la
visión de los palafitos le recordó a la ciudad de la Laguna, inspirando el nombre de
“Venezuela” o “Pequeña Venecia”.
Los mapas que elaboró junto a De la Cosa demostraron que aquellas tierras no
eran las Indias, sino un continente completamente nuevo. Fue esta comprensión
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