No se trata de una invasión, por la sencilla razón de que militarmente no sería una fuerza suficiente para invadir nuestro país. Basta pensar en Rusia, cuando invadió Ucrania en 2022: concentró 250.000 soldados en la frontera, un país mucho más pequeño que el nuestro y llevan cuatro años de guerra. Los invasores han tenido que empeñar casi medio millón de soldados. Rechacé esa invasión, como rechazaría una invasión a mi país o a cualquier otro país. Es cuestión de principios.
Tampoco es una lucha contra el narcotráfico. Es propio de los escenarios de conflicto crear narrativas o propaganda de ocultamiento, de parte y parte. El verdadero motivo tiene un fundamento estratégico de largo plazo: detener la creciente influencia china en el continente. En segundo lugar, existe un propósito coyuntural de limitar o terminar con gobiernos hostiles y, para lograrlo, se ejercen amenazas creíbles y directas, cuyas metodologías de acción son variables y flexibles, privilegiando movimientos “desde adentro” de tipo político y eventualmente militar, casi siempre vinculados entre ellos.
Estados Unidos, en este momento, está gobernado por una élite fundamentalista, racista, xenófoba y enfrentando una sociedad en crisis y profundamente dividida. Frente a ello, están reviviendo leyes, políticas y doctrinas del pasado para enfrentar el presente, propio de grupos y gobiernos reaccionarios. Trump y su gente lo son en grado sumo. De allí su lema: “Dios, patria y familia”, la ideología de grupo convertida en religión política.
En este anacronismo regresivo han desenterrado la llamada Doctrina Monroe de 1823, nunca enteramente sepultada. Esta doctrina implica el control hegemónico de todo el continente, hoy desafiado por China y su creciente presencia económica en la región. Y, en menor medida, por una Rusia en mengua. En esta resurrección del “monroísmo imperialista”, la primera zona de interés estratégico es el sur cercano: desde la frontera mexicana, toda Centroamérica, el Caribe insular y el norte de Sudamérica, donde estamos nosotros.
La intención inocultable es simple: cambiar de régimen en Venezuela y controlar de manera privilegiada el petróleo y todos los demás recursos. El propósito inmediato es lo primero, y no tanto recuperar nuestra democracia —que sería nuestro interés principal—, sino ponerle freno a la creciente presencia china y de cualquier otro país que ellos piensen que no conviene a los intereses de Estados Unidos. Así actúan todos los imperios: imponer sus intereses por las “buenas o por las malas”.
En la geopolítica mundial, el “cambio de régimen” es más frecuente de lo que se piensa. Todas las potencias lo han practicado y lo practican. Lo acaba de hacer Turquía en Siria. Estados Unidos, desde 1946, ha propiciado casi 80 cambios de gobierno en el mundo: con invasiones directas como en Irak; a través de guerras civiles e invasión, como en Afganistán; o mediante conspiraciones internas y golpes de Estado.
El mundo está en proceso acelerado de creación de un nuevo orden global, con sus respectivos alineamientos y realineamientos. En América Latina se está viviendo este proceso. Los cambios son inevitables: cuando toca llegar, siempre llegan. No importa el tiempo, esto es variable en cada circunstancia nacional. Lo importante es cómo llega. Ojalá sea por vías democráticas y cuando pueblos y naciones sean “sujetos de la historia”: protagonistas de su propia historia. No “objetos de la historia”: cuando sean otros quienes decidan nuestro destino nacional.

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