He de remitirme a la historia reciente. No olvido que durante entre el 2017 y 2019, un incendio de proporciones descomunales terminó de arrasar con lo que nos quedaba de economía. Me refiero al periodo más agudo de la hiperinflación, donde exultantes cifras de más 1.500.000%, nos acercaban, nada más ni nada menos, que al mismo fenómeno vivido en países tan lejanos, y hasta exóticos, como Zimbabue.
Tras años de bonanza, con un PIB que llegó a superar los 300 millardos de dólares en 2015, nos enfrentamos a una realidad realmente precaria que nadie podía explicar. Cómo nuestra Venezuela, un país que desde 2017 hasta 2020 ingresó por concepto de exportaciones casi 1 billón de dólares (sí, un millón de millones), podía encontrarse con unas cifras de inflación y devaluación indigestas que dieron al traste con la capacidad adquisitiva de la mayoría de nuestra población, produciendo la migración masiva de 6 millones de compatriotas, con el único objeto de subsistir.
La ineptitud administrativa, sumado a una corrupción desmedida, anacrónicas políticas socialistas avocadas a la centralización económica y controles de precios hicieron trizas tan bárbaros ingresos.
Fui testigo de cómo en los años mas duros la gente adelgazaba 7 kilos en promedio, según denunciaban algunas organizaciones sociales. Fui testigo de cómo la gente se agolpaba en torno a los basureros para recoger comida descartada, y así poder alimentar a sus familias. Fui testigo de cómo los mangos, verdes o maduros, así como cualquier objeto nutricio que se encontraba en la calle eran recursos válidos para no morirse de hambre.
Sin duda esto pudo haber sido exagerado por la oposición en búsqueda de capital político tras las fallidas protestas de 2017, pero lo que atestiguamos que incluso adversamos el hacer de la oposición —si esta existe—, fue una pesadilla social que difícilmente olvidaremos.
Mientras tanto, el gobierno erráticamente imprimía sin cuartel ni cuartelillo, bolívares inorgánicos para tratar de sortear la crisis, alimentando inflación y devaluación. Dirigentes políticos apátridas de la otra tolda hacían lobby en Washington para lograr las sanciones financieras y comerciales que terminaron consolidándose entre el 2017 y 2019, terminando de asfixiar al país económicamente.
Se hizo la luz…
Entre 2019 y 2020, el gobierno, en un acto de sindéresis, dio muestras de apertura a una economía de mercado, disminuyendo el “centralismo” y el control de precios. Restringieron la liquidez monetaria con el fin de manejar la inflación, se atuvieron a una disciplina fiscal sin precedentes y permitieron la dolarización informal de la economía, tras derogar la ley de ilícitos cambiarios a finales de 2018.
Las medidas en conjunto, además de alianzas comerciales con países aliados, el acercamiento al sector empresarial privado y un más adecuado manejo de las sanciones, comenzaron a dar frutos durante el año duro de pandemia, al punto que durante 2020 y 2021 se vieron los primeros atisbos de una tímida activación y recuperación económica de la patria.
Pues sí, subterránea, de bodegones, informal, negra, o como queramos llamarla, la economía venezolana comenzó a ver una luz al final del túnel y la calidad de vida de la gente comenzó a mejorar. Insisto, todavía de manera muy incipiente pero al menos en lo anecdótico, los “recoge-basura” bajaron ostensiblemente en número, y los que nos quedamos en el país, nos dimos a la tarea de activarnos como podíamos en nuestra actividad empresarial, así como el “popolo grosso” comenzó a rebuscarse para hacerse de unos dolaritos en cash aquí y allá.
La mayoría perdimos interés por la política, y nos dispusimos a generar recursos para subsistir y reconstruir la maltrecha economía personal y patria. Cada uno, en la medida de sus posibilidades, grandes empresas, incipientes iniciativas o pequeños oficios, todos los venezolanos alineados por una misma causa: la reconstrucción de nuestro pecunio y el del país.
Hasta el momento, todo parecía un cuento de hadas, el gobierno fuera de la actividad económica y dedicado a generar espacios y políticas que fomentaban la empresa. La oposición apátrida venida a menos, y aquella, que sí cree en el país y le interesa la gente, organizándose como bien podía, de cara a contiendas y más contiendas electorales.
Las cámaras de empresarios y otras instituciones como la iglesia fueron tomadas por gente dada a la razón y acordaron que lejos de toda agenda política, el gobierno y la oposición, así como todos las instituciones y sectores vivos del país, debían apuntar a una sola agenda, una que privilegiara la recuperación económica y social del país. ¡Coño, algo no visto!.
La Asamblea Nacional, con el concurso del sector privado, se daba a la discusión de la ley de Zonas Económicas Especiales, grandes áreas de desarrollo industrial, exentas de impuestos y complicaciones burocráticas, para atraer inversión económica nacional y extranjera con el objeto de “habilitar” el desarrollo económico de Venezuela.
Matapasiones
Todo sonaba muy bien, hasta que el pasado jueves 3 de febrero, el parlamento aprobó por mayoría calificada la nueva Ley de Impuesto para las Grandes Transacciones Financieras (IGTF).
Se trata de una nueva versión de la misma ley revisada en 2016, en virtud de la cual los contribuyentes especiales debían tributar un 2% de transacciones comerciales realizadas en bolívares.
Una nueva versión, a todas luces extraña, y que va en contra de la línea de apertura que hasta el momento había mostrado el gobierno.
Esta nueva ley de IGTF, creada supuestamente para incentivar el uso del bolívar y el Petro —a todas luces casi inexistentes—, busca que las transacciones en divisas y otros criptoactivos diferentes al Petro, paguen un impuesto igual o superior al que hoy pagan las transacciones en bolívares, quedando sólo exenta de ella los ingresos demostrables por remesas. Este impuesto, según disponga el Ejecutivo Nacional, puede comprender entre 2% y 8%, con un máximo de 20% del intercambio comercial a través de la mediación de una institución financiera, de cualquier persona natural o jurídica. Mientras el Ejecutivo establece cuál será la alícuota a pagar, esta quedará en el rango de 3%.
La aplicación de este nuevo tributo quedó establecida entonces de la siguiente manera: para los pagos con tarjetas de débito, de cuentas nacionales en moneda extranjera, se considerará un impuesto entre 2% y 8%. Para quienes cancelen en efectivo se les hará una recarga de 3%, y para quienes paguen a través de plataformas online, podrían tener una nueva carga fiscal de hasta 20%.
Consideramos que este viraje de timón gubernamental tiene por objetivo generar pingues ganancias fiscales en dólares derivados del uso de la divisa en el sector comercial, usando como argumento —o excusa—, el dar preferencia y fortalecer nuestro bolívar.
Todos sabemos que fortalecer el uso del bolívar no se puede lograr a través de un decreto o del cobro de impuestos al uso de divisas, sino haciendo que nuestra moneda genere confianza a la población, dada la estabilidad de su precio y asegurando un respaldado en significativas reservas internacionales y un robusto aparato productivo público y privado que “se mueva” en bolívares.
En este momento de “pininos” en el hacer económico, cualquier aumento de impuestos que peche a toda la población, sin distingos de clases sociales y sectores productivos, puede traer como consecuencias una mermada capacidad de consumo del venezolano y afectación de la rentabilidad de las empresas, con incluso cierre de aquellas que tienen márgenes bajos, más aún cuando el IGTF no es tomado en cuenta como gasto en el momento de gravar el ISLR.
Asimismo, atenta contra la actividad económica en general entendida como la relación entre inversionistas, empresarios, trabajadores y clientes, promoviendo la evasión fiscal y fomentando subfacturación a través de una economía en negro, especialmente en los casos en los que los pagos se hagan en cash, con el uso de transferencias y pasarelas de pago internacionales (zelle, paypal y otras) o de criptoactivos no venezolanos.
Por lo mencionado, nos parece contraproducente esta nueva carga tributaria, que poco aportará al “cierre” del déficit fiscal venezolano y contrariamente, sí resta de manera sustancial a la activación de nuestro aparato productivo.
¡Vamos señores del gobierno!, ¿qué diablos nos pasa?, ¿vamos a matar la gallina de los huevos de oro cuando todavía es un pollito? De verdad, no entiendo. Por un lado, tomamos medidas para reactivar a Venezuela y por el otro, sancionamos leyes que atentan contra tan noble fin. ¡Pónganse de acuerdo pana!. O estimulamos o desestimulamos el aparato productivo. Los empresarios no se están volviendo ricos, están apenas comenzando a respirar, al menos aquellos que trabajan por Venezuela.
La ineptitud administrativa, sumado a una corrupción desmedida, anacrónicas políticas socialistas avocadas a la centralización económica y controles de precios hicieron trizas tan bárbaros ingresos.
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