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«De todos los condimentos, el más importante en la cocina es la fanfarronería». Esta sentencia es de un cocinero del siglo II, en Grecia, citado en un ensayo incluido en el libro Deipnosofistas, conocido en español como el Banquete de los eruditos, atribuido al escritor helenísitico Ateneo de Náucratis. Esta es la primera obra en griego donde se habla de la vida mundana en la cuna de la civilización occidental, con tediosas discusiones sobre comida y vinos, lujos y costumbres eróticas, chismes e historias, recetas y cocineros, etc.
En el texto se cita el primer libro de cocina griego de Miteco con la más antigua receta de cocina así como a diversos cocineros en sus respectivas especialidades, donde se elabora el primera guía de la historia de la gastronomía, presentada como una lista con los Siete grandes cocineros griegos: Agis de Rodas, especialista en pescados asados; Neredo de Quíos, especialista en cocinar congrios; Caríades de Atenas, especialista en huevos en salsa blanca; Lamprias, famoso por su caldo negro; Aftonero, considerado el creador de los embutidos; Eutino, especialista en lentejas; Aristón, creador de numeroso guisados e inventor de la cocina por evaporación. Así como existían las siete maravillas del mundo, también existían los siete cocineros mejores del mundo, por lo menos del mundo conocido de entonces, antes de Roma, de Bizancio y de París.
Todo fanfarrón se precia de lo que no es. «Auténtica comida china», «coma como en su casa», «la receta de la nonna». Estas frases comunes que abundan en restaurantes —de, en muchos casos, dudosa calidad— funcionan como gancho para atraer parroquianos distraídos de paladar reducido y bolsillo corto. Llevan años adornando paredes sin que nadie repare en ellos. Ahora les ha salido competencia con una propuesta que nadie, absolutamente nadie, hubiera imaginado hace un año atrás.
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«Caviar, champagne, menús de los mejores chefs y prohibidas las mascarillas«. Así promocionaron en París la semana pasada, según la BBC, lujosas cenas secretas en plena cuarentena estricta por el covid-19, con las fronteras cerradas para entrar en Francia, con escuelas y comercios no esenciales cerrados y cafés y restaurantes inhabilitados desde hace cinco meses para atender clientes dentro de los locales, solo en las terrazas.
Las misteriosas cenas transcurren en apartamentos con las persianas cerradas con ofertas que van desde los US$188 dólares a los US$578 por persona, sin bebidas incluidas.
Un comensal encubierto que visitó uno de estos comedores, dijo que el mesonero le aseguró que «la gente que viene no usa máscaras, una vez que entras aquí no hay más covid-19» (sic). Esta debe ser una de las más grandes fanfarronadas pronunciadas en cualquier restaurante. Seguramente, a eso se refería aquel griego de hace veinte siglos que habló de la fanfarronería como condimento en la cocina.
En nuestra geografía no nos quedamos atrás, donde muchos fanfarrones no saben que con la censura no hacen más que reforzar lo que quieren ocultar. Vivos están aún en las redes los recuerdos de la «coronoboda» en Anzoátegui que les costó la libertad a la académica de la lengua Milagros Mata-Gil y al poeta Juan Manuel Muñoz por un escrito de 404 palabras y 2057 caracteres sin espacio titulado Fiesta mortal.
La fastuosidad del encuentro no tuvo límites, como tampoco la estupidez, donde, según el relato, todos estaban sin tapabocas, todos abrazados, nada de aislamiento social ni cuarentena radical estricta. Eso queda para el resto de los mortales, para los que no podemos ser vacunados.
Miro Popić es cocinólogo. Escritor de vinos y gastronomía.
La fastuosidad del encuentro no tuvo límites, como tampoco la estupidez, donde, según el relato, todos estaban sin tapabocas, todos abrazados, nada de aislamiento social ni cuarentena radical estricta. Eso queda para el resto de los mortales, para los que no podemos ser vacunados.
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