El totalitarismo ya no se presenta de la misma manera. (Foto: Flickr)
El totalitarismo es un fenómeno moderno. Los regímenes de la Antigüedad que identificamos como «con apariencia totalitaria», carecían materialmente de las herramientas de control social del Estado moderno –desarrollado a partir de la paz de Westfalia en 1648– sin las que el fenómeno estaba limitado. El totalitarismo no llegaría a materializarse completamente sino hasta el siglo XX. Define a los totalitarismos –a diferencia del autoritarismo– la aspiración de controlar todo en el orden social desde el poder central del Estado. Mussolini en 1934 afirmaba: “El pueblo es el cuerpo del Estado, y el Estado es el espíritu el pueblo. En la doctrina fascista, el pueblo es el Estado y el Estado es el pueblo”. Ese es el alcance de lo que antes había resumido en “tutto nello Stato, niente al di fuori dello Stato, nulla contro lo Stato”.
La novedad del totalitarismo es la pretensión de gobernar no solo los cuerpos, sino las mentes. De controlar no solo lo que se expresa, sino lo que se piensa. De extirpar la mera posibilidad de disidencia silente, exterminando la libertad interior de todos y cada uno. Era, y sigue siendo, materialmente imposible. De una parte, el totalitarismo requiere planificación central de la economía, que destruye el sistema de precios, sin los que es imposible el cálculo económico, por lo que su economía es finalmente inviable. Por ello, y a pesar de sus esfuerzos por rodear el problema, colapsará finalmente el imperio soviético. Pero también porque el “hombre nuevo” de los totalitarismos sería un ser sin consciencia individual. Y eso jamás lo lograron, pese a toda la muerte y miseria desplegadas en los intentos.
La libertad interior les resultó, en última instancia, inalcanzable. Aunque de hecho, la pérdida de la libertad interior es posible, el hombre que actúa bajo la influencia de un poderoso sentimiento, tan poderoso que le denominamos pasión, no es libre en el mismo sentido interior que no lo es quién está mentalmente enfermo, o bajo el efecto de ciertas drogas. Tal pasión es una enfermedad moral, no sicológica o neuronal. Es pues un vicio, y como vicio, algo que se sobrepone a la voluntad, la domina y la sustituye. No hay que dudar que la voluntad pueda dominar la pasión. Pero cuando lo contrario ocurre, ya el vicio no es voluntario.
De un lado, admitimos que es común el que la pasión que domina al hombre le conduzca al vicio, en tanto que por otro lado, la espantosa e interminable tortura que algunos seres humanos han llegado a soportar sin someter su conciencia al poder de quienes han pretendido extender la arbitrariedad de su coacción incluso hasta la más íntima esfera de lo humano, implica una convicción profunda tan primaria y absoluta que es necesario admitir que quien la soporta, también actúa bajo la influencia de un poderoso sentimiento (tan poderoso que le denominamos pasión) y que por ello deberíamos, aparentemente, concluir que no es libre en el mismo sentido interior que no lo es quien está mentalmente enfermo. Pero para entender la paradoja de la libertad que hay tras esa pasión de estar libre de pasiones es necesario considerar situaciones extremas. Y así, no es raro que en los totalitarismos algunos opositores o disidentes políticos fueran “diagnosticados” como enfermos mentales y “tratados” como tales.
Aclara Paul Johnson que, “Freud mostró signos del carácter de un ideólogo mesiánico en el siglo XX en su peor expresión, tales como la tendencia persistente a considerar a quienes discrepaban con él seres a su vez inestables y necesitados de tratamiento. Es así como el rechazo de la jerarquía científica de Freud por Ellis fue desechado como “una forma sumamente sublimada de resistencia”. “Me inclino”, escribió a Jung, poco antes de la ruptura entre ambos, “a tratar a los colegas que ofrecen resistencia exactamente como tratamos a los pacientes en la misma situación”. Dos décadas más tarde, el concepto que implica considerar que el disidente padece una forma de enfermedad mental, que exige la hospitalización compulsiva, habría de florecer en la Unión Soviética en una nueva forma de represión política”.
Que lo repitiera de ahí en adelante el común de los totalitarismos no es, como fácilmente concluimos, hipocresía para disfrazar la represión totalitaria. Es obvio que para el salvaje racionalizado en tornillo voluntario de la máquina criminal empeñada en someter a la moral tribal una sociedad de gran escala, el no compartir su sumisión a dicha máquina es un síntoma inequívoco de locura. Y es por ello que la forma de entender la “rehabilitación” en los sistemas carcelarios de los totalitarismo suele es muy similar a ciertos tratamientos psiquiátricos. Y sin embargo, la amenaza emergente de totalitarismo en nuestros tiempos no está en solamente –ni principalmente– en los viejos métodos de los gobiernos totalitarios que aún existen. O en los que en tal dirección avanzan.
La amenaza es más sutil. Es una forma aparentemente blanda de avanzar hacia el totalitarismo dentro de las formas de la democracia a través del Estado del Bienestar, mediante el modelado paciente –pero forzoso y eventualmente brutal– de las mentes. La novedad, la gran novedad, de Gramsci a la Escuela de Frankfurt y los intelectuales más sutiles del socialismo escandinavo, se puede resumir en que en lugar de establecer brutalmente la represión totalitaria para modelar las mentes, han llegado a la conclusión que deben modelar poco a poco las mentes para finalmente establecer la represión totalitaria, paso a paso, sin alterar en apariencia las formas de una democracia vacía de contenido republicano y liberal desde antes. Lo que adicionalmente requiere herramientas tecnológicas que hace poco eran tema ciencia ficción, pero hoy existen, y son clave de la mayor libertad o la máxima servidumbre, dependiendo de cómo las emplee, o no emplee, el poder gobernante. No es la distopía de Orwell en 1984, sino la de Huxley en Un mundo feliz. Y de hecho, es la pesadilla de Huxley como paso previo a la de Orwell.
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La novedad del totalitarismo es la pretensión de gobernar no solo los cuerpos, sino las mentes. De controlar no solo lo que se expresa, sino lo que se piensa. De extirpar la mera posibilidad de disidencia silente, exterminando la libertad interior de todos y cada uno. Era, y sigue siendo, materialmente imposible. De una parte, el totalitarismo requiere planificación central de la economía, que destruye el sistema de precios, sin los que es imposible el cálculo económico, por lo que su economía es finalmente inviable. Por ello, y a pesar de sus esfuerzos por rodear el problema, colapsará finalmente el imperio soviético. Pero también porque el “hombre nuevo” de los totalitarismos sería un ser sin consciencia individual. Y eso jamás lo lograron, pese a toda la muerte y miseria desplegadas en los intentos.
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