En el Campamento Ecoturístico Ruta Fariana, un paraje rural en el caluroso departamento de La Guajira, cada pequeño detalle recrea cómo era la vida cuando los serviciales anfitriones, ávidos de causar una buena impresión, militaban en la guerrilla de las FARC. Los 15 visitantes estadounidenses que vienen a conocer de primera mano cómo se construye la paz en Colombia escuchan atentos. Desde la presentación, Marina Ángel, una veterana con 30 años en la insurgencia entre el puñado de excombatientes vestidos de polos y gorras blancas con el logo de su naciente cooperativa, explica que es “un simulacro para mostrarles a los turistas cómo vivíamos en el monte, que somos seres humanos como cualquier otro y tenemos nuestros sentimientos”. La idea, concluye, es que vean “la otra cara de la moneda”.
Los “cambuches” –una suerte de tiendas de campaña- donde se disponen a pasar la noche están mimetizados con el entorno boscoso. Como en otros tiempos, cocinan en un fogón tipo vietnamita, que también usaron los cubanos, el cual arroja poco humo y evita los reflejos que el otro bando pueda detectar. Y en la noche, recrean también lo que en las FARC denominaban la hora cultural, un tiempo de esparcimiento nocturno cuando estaban alejados del enemigo. La notable diferencia es que nadie viste de camuflado ni lleva ningún arma.
Los visitantes, uno de los grupos más grandes entre los casi 200 turistas que ya han recibido, son estudiantes de una clase de política pública en Dartmouth College, en Nueva Hampshire, Estados Unidos, que llevaban diez semanas estudiando el conflicto colombiano. “Debo seguir recordándome a mí mismo lo reciente que es la paz, y lo extraño que es estar aquí, haciendo turismo, en un campamento de las FARC”, valora en inglés el profesor Charles Wheelan. “Me alegró aprender sobre sus historias y conocerlos como seres humanos, ya puedo construir mi opinión personal sobre el proceso de paz”, lo complementa en un español con acento una de sus estudiantes, Gabriela, una neoyorquina de 21 años con raíces colombianas.
El plato fuerte llega al otro día, cuando visitan Pondores, uno de los 24 Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación (ETCR, en la jerga del Gobierno) repartidos por todo el país. Allí conversan con Milton de Jesús Toncel Redondo, mejor conocido como Joaquín Gómez, uno de los jefes históricos de las FARC. En su bienvenida, celebra que “vengan a constatar personalmente las ventajas y los beneficios que hasta el momento ha dejado este proceso, pero también que sepan los incumplimientos”. Se queja de que pese a que tienen cultivos productivos, la tierra es arrendada y no les pertenece. También de los retrasos. “El incumplimiento del Gobierno ha sido tangible, hasta tal punto que hay muchos espacios donde la gente se ha ido completamente y no queda nadie, acá nos hemos cuidado”, se lamenta. Joaquín Gómez, quien llegó a ser parte del secretariado, la máxima instancia, exhibe un verbo afilado. Cuando estaba alzado en armas comandaba el Bloque Sur, pero es oriundo de La Guajira, en el extremo norte, y no oculta sus aspiraciones políticas en el segundo departamento más pobre de Colombia.
El termómetro de Pondores
El espacio de reincorporación de Pondores está cerca de la imponente Serranía del Perijá. Camilo Rozo
En otros 11 espacios territoriales del país hay incipientes emprendimientos de turismo similares, adaptados a los atractivos de cada región, con avistamiento de aves, senderismo o incluso rafting, de acuerdo con la misión de verificación de la ONU. Pero Pondores, enclavado entre la imponente Serranía del Perijá y la Sierra Nevada de Santa Marta, no es un ETCR cualquiera. En torno a este lugar han ocurrido varios hitos, algunos alarmantes y otros esperanzadores, que dan cuenta del difícil tránsito de los excombatientes a la vida civil.
A comienzos de 2016, varios meses antes de sellar el acuerdo final, se conocieron las imágenes en que varios jefes de las FARC visitaron, armados, el cercano municipio de Conejo para un evento de “socialización”. Aunque no era el primer ejercicio de pedagogía de este tipo, muchos lo consideraron una provocación en una sociedad que ha sufrido la mezcla de armas y política, precisamente la combinación que busca erradicar la negociación de La Habana.
Después, antes del proceso de desarme, llegó otro gran escándalo, el episodio quizás más sintomático de un país atrapado en la narrativa de la guerra. El 31 de diciembre de 2016, en su primer festejo de nochevieja en paz y con la tinta con que se firmó el acuerdo todavía fresca, excombatientes de las FARC sacaron a bailar a los observadores de la ONU. Para los opositores, esas imágenes ponían en entredicho la imparcialidad de los verificadores, mientras los exguerrilleros solo veían un reflejo de alegría y esperanza, sin entender por qué integrarse se consideraba casi un delito.
De aquí también salió, en agosto del 2017, el último de los containers blancos con las cerca de 9.000 armas que entregó la guerrilla más antigua de América, el último paso para convertirse en el partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común. Y la única visita a un ETCR del presidente Iván Duque, quien ganó las elecciones con la promesa de modificar los acuerdos, fue a Pondores en octubre. “Vamos a cumplirles a los que genuinamente están realizando su proceso de reincorporación con verdad y no repetición”, les aseguró el mandatario.
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