Uno no puede condenar a Chamberlain por haber tratado de negociar con Hitler. Es muy fácil desde el 2018, conocidos los horrores del nazismo, condenar y juzgar, pero “como decíamos ayer”: “estudiamos la historia para librarnos de la historia”, a decir del Dr. Tomás Straka. De algo tiene que servir estar en el 2018 y no en 1938. En algún momento, el mundo civilizado entendió que había que detener aquello.
Vino entonces el tiempo de Churchill con su: “Combatiremos en las playas, en los lugares de desembarco, en los campos y en las calles, combatiremos en las montañas. No nos rendiremos jamás”. El ser humano frente a la posibilidad de su exterminio se alía, se organiza, aparta para más tarde las diferencias que, frente a la aniquilación total, lucen momentáneamente superfluas.
La existencia de Venezuela como nación, como proyecto de vida común, está seriamente amenazada. Esto dicho así, suena muy abstracto, pero se traduce en hechos de mucha gravedad: en gente muriendo de hambre, en personas que pierden la vida por falta de medicamentos, en millones huyendo del país -como nunca alcanzamos a imaginar que huiríamos-, en los horrores cotidianos de los que cada uno va teniendo noticias. Cuando en 1999 comenzó esta pesadilla, los que nos opusimos desde ese entonces, los que profetizábamos sus locuras y amenazas en los espacios entonces disponibles, desde el humor a la academia, jamás imaginábamos que podíamos llegar tan bajo. Los países, ciertamente, no tocan fondo, pero también es verdad que algunos casos –como es el nuestro– escarban para que la caída sea más dolorosa.
Este horror que se vislumbra, señores dirigentes opositores, es también responsabilidad vuestra, por haber pecado de “pensamiento, palabra, obra y omisión”. El mejor escenario para el régimen es el de una oposición dividida: con un grupo dispuesto a legitimar unas elecciones fraudulentas y otro grupo dispuesto a abstenerse para facilitar lo primero. No se puede llamar a una rebelión en contra de quien no tiene escrúpulos para asesinarte, tampoco se puede llamar al voto sin un plan de acción para el día posterior al inevitable fraude. En una situación como esta, todos los argumentos parecen razonables y a la vez todos falaces. Quizá por ello nos agredimos tan despiadadamente entre nosotros mismos. Alguien dijo alguna vez que la verdad es como los relojes, todos sus dueños tienen una hora distinta y todos creen tener la hora correcta.
Esta misiva no es para exponerlos al desprecio público. Me parece absurdo el odio y la descalificación. Es conocido y notorio lo que esto ha significado para muchos de ustedes en términos de cárcel, exilio y sufrimientos colaterales. Nadie tiene la fórmula mágica para salir de esta catástrofe. Las acusaciones de traición que a diario se rifan en la lotería de las redes, quizá se deba a que nadie imaginó que podíamos alcanzar estos niveles de horror, que quienes llegaron al poder con el discurso de redención del pueblo, terminarían aniquilándolo. Esta carta es para avisarles del dolor, del recelo, de la duda que flota en el ambiente en relación con ustedes. Seguramente es un sentimiento cargado de muchas injusticias, pero que sepan que está allí.
Ojalá que este domingo, cuando el fracaso nos arrope nuevamente, sepan ustedes entender, que esto de la destrucción va en serio y que para tener capital político, partidos, cargos y destino, es menester estar vivos y que si este no es el llegadero, se le parece que jode.
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Cuando en 1999 comenzó esta pesadilla, los que nos opusimos desde ese entonces, los que profetizábamos sus locuras y amenazas en los espacios entonces disponibles, desde el humor a la academia, jamás imaginábamos que podíamos llegar tan bajo. Los países, ciertamente, no tocan fondo, pero también es verdad que algunos casos –como es el nuestro– escarban para que la caída sea más dolorosa.
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