Cuba está parada frente a una ventaja y una dificultad. Es seguro que en los próximos años, debido al auge del turismo y la construcción que lo precederá, la isla tendrá uno de los rindes económicos más importantes de Latinoamérica. Será el efecto directo del deshielo que la nomenclatura comunista pactó con su histórico rival norteamericano. Y sucederá aún pese al arcaico bloqueo que seguirá pesando sobre el país.
El obstáculo refiere a cómo cuadrar la razón política en esa extraordinaria mutación. El informe del VII Congreso del Partido Comunista, que deliberó el pasado fin de semana, expresa esas contradicciones. Y lo hace con formas de galimatías para quienes no siguen en detalle los pasos en puntas de pie que danza la gerontocracia que lideró la Revolución y se despide del mando.
Se habla en esos documentos de evitar “ilógicos eufemismos para esconder la realidad” respecto a la valoración de la propiedad y la empresa privada, los nuevos íconos en el lenguaje de la “adecuación”. También del “reconocimiento del mercado en el funcionamiento de la economía socialista” o la importancia de la “inversión extranjera” como valor “estratégico y necesario para el desarrollo del país”. Pero ello junto a la puntualización del “carácter irrevocable del rumbo socialista del país”, la condición rectora del Partido Comunista y el afianzamiento de la “cultura anticapitalista y antiimperialista”.
Tanta retórica revolucionaria tiene el propósito de equilibrar la apertura conjurando las etapas no deseadas que podrían sucederla. Un ejemplo son las acciones “enfiladas a aumentar los valores de la sociedad de consumo”, que denunció Raúl Castro en su informe al Congreso, pese a que son parte inevitable del cambio promovido por el propio liderazgo partidario. Un dato que mide el calado de este cambio, aunque la burocracia cubana prefiera no reconocerlo, es que aisló como nunca antes a Venezuela y despedazó en el proceso el relato de la progresía oportunista latinoamericana. Los intereses desbordan los principios aunque sean púramente estratégicos.
Estas tensiones suceden en tonos semejantes a la mutación que experimenta China, modelo distante del cubano y que, justamente, se encamina en esta etapa hacia una economía basada en el consumo y los servicios como colofón de su largo proceso comunista-libre mercadista. Ese giro del gigante asiático refina la apertura económica, pero como también intensifica las contradicciones sociales produce una exacerbación asfixiante del control político. La comparación añade otros matices.
Durante la larga batalla entre la línea conservadora de Mao Tse Tung y los reformistas encabezados por Deng Xiao Ping, en el Partido Comunista chino se produjo una fascinante discusión dialéctica entre esas orillas irreconciliables. El historiador norteamericano Maurice Meisner la resumió de un modo brillante: resulta que para Mao uno más uno no era dos sino uno y uno: no sumaban. En cambio, para Deng y sus seguidores, uno más uno, sí era dos. Es decir, la integración de los factores en una unidad. La protoforma del modelo de un sistema dentro de otro que enriquece el resultado y fue la matriz del proceso de la renovación chino con su probeta capitalista. Mucho de eso hay hoy en el debate de la isla antillana.
Aunque los críticos sostienen que entornó la apertura sin cumplir con las expectativas, el VII Congreso del partido en Cuba, en realidad, aceleró los lineamientos que esbozó el demorado sexto cónclave de abril de 2011. Los comentarios sobre el mercado, el elogio a una “atmósfera que no discrimina el trabajo por cuenta propia” o la noción de que la microempresa privada no es antisocialista, tienen resonancia con otro antecedente asiático mucho más valorizado en el poder cubano que es el de la modernización vietnamita.
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