La pregunta circula por las calles de Cuba con la misma insistencia que los apagones: “¿Y si Maduro cae, qué nos espera?” Es un interrogante que reaparece cada vez que Miraflores está en aprietos y que, en estos días, vuelve a arder en conversaciones de esquina, en colas y en taxis colectivos.
Desde La Habana se observa Caracas como quien vigila un muro que sostiene parte de su propia casa: cualquier fisura al otro lado del Caribe amenaza con un derrumbe del régimen en esta orilla.
Durante más de dos décadas, desde que Hugo Chávez inauguró la era del petróleo subsidiado y los abrazos ideológicos, Venezuela ha sido el pulmón externo del castrismo. Con Nicolás Maduro, ese vínculo se ha mantenido. Para el poder cubano, el chavismo no solo ha sido un surtidor de crudo: también un apoyo diplomático, un vocero fiel en organismos internacionales y un aliado dispuesto a repetir, sin cambios de entonación, la narrativa de la resistencia antiimperialista a la que se aferra la cúpula habanera.
Ahora que el cerco de Washington se estrecha sobre Maduro, vale la pena analizar su peso real en el mantenimiento del régimen cubano. A estas alturas conviene matizar: la dependencia petrolera cubana ya no es la misma que en la primera década de este siglo. En los últimos años, el crudo mexicano y los envíos rusos han ido ocupando el espacio que ha cedido una PDVSA exhausta, incapaz de mantener los viejos niveles de suministro.
Una pieza importante
La Habana se ha visto obligada a diversificar porque, sencillamente, Caracas ya no puede regalar lo que no tiene. Pero incluso en su decadencia, Venezuela continúa siendo una pieza importante: no solo por el petróleo que aún llega, sino por el soporte político y la cobertura en labores de inteligencia en el continente que, durante años, ha brindado a su contraparte en la Isla.
El Gobierno cubano también ha construido un relato en el que la supervivencia de Maduro es, de algún modo, la prueba de su propia resiliencia. La caída del régimen en Caracas enviaría un mensaje devastador: el modelo del socialismo del siglo XXI se ha ido completamente al garete. De manera que perder Miraflores ahondaría el aislamiento de La Habana y limitaría su penetración ideológica en América Latina.
¿Significa esto que un cambio en Venezuela precipitaría automáticamente una apertura democrática en Cuba? La historia aconseja prudencia. Cuando la Unión Soviética se desplomó, los pronósticos de un final inminente para el castrismo se multiplicaron. Sin embargo, el país no se abrió al pluralismo, sino a la crisis del Período Especial, a la represión y a un pragmatismo económico limitado que permitió al régimen sobrevivir sin transformarse. En lugar de democratizarse, la Plaza de la Revolución de La Habana se atrincheró.
Más precariedad y más represión
La caída de Maduro, de ocurrir, pondría al régimen cubano bajo una presión inédita en este siglo. Reduciría apoyos internacionales, recortaría el margen de maniobra diplomático y, quizás, obligaría a una reforma económica más profunda. Pero no debemos confundir presión con cambio. La élite cubana ha demostrado que su capacidad de posponer lo inevitable es casi infinita. Y aunque los tiempos históricos parecen acelerarse en América Latina, en Cuba el reloj oficial avanza a la velocidad que dicta un grupo de nonagenarios.
Si Maduro es capturado o hace las maletas, a corto plazo Cuba se hundirá en una mayor precariedad económica: menos petróleo, menos divisas, más tensión social. La Habana buscará sustituir lo que pierda en Caracas con nuevas alianzas —Moscú, México, quizás Argelia o Irán— y con más presión sobre los bolsillos nacionales: tarifas, impuestos, dualidades monetarias recicladas. También veremos más represión, porque cada crisis externa se traduce en paranoia doméstica.
¿Qué pasará entonces? Probablemente lo que ya conocemos: reajustes, negociaciones discretas, nuevas fuentes de petróleo, viejas consignas recicladas. A mediano plazo, la desaparición del chavismo podría debilitar uno de los pilares simbólicos del castrismo: la idea de que su proyecto tiene herederos regionales. Un Maduro caído es un espejo roto. Y los regímenes no llevan bien las grietas en los espejos.
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