
Como dos silencios tensos antes de una tormenta, Donald Trump y Nicolás Maduro se miden en Venezuela en un pulso de alto riesgo que inevitablemente dejará un derrotado. Es, en esencia, un juego suma cero. Si Maduro es apartado del poder, Trump podrá cantar victoria; si, por el contrario, el mandatario ilegítimo logra consolidarse pese a la presión, el triunfo será suyo. Así lo expone The Wall Street Journal en su editorial "The High Stakes in Venezuela", publicado el primero de diciembre.
Aunque el presidente de Estados Unidos jamás ha declarado explícitamente que busca un cambio de régimen en Caracas, la evidencia resulta incontrovertible. Trump ha intensificado la presión política con un mensaje tan directo como inquietante: los días de Nicolás Maduro, afirma, “están contados”.
A partir de este panorama, queda clara la verdadera naturaleza del enfrentamiento: no es una estrategia para aliviar la tragedia venezolana, sino un duelo personalista en el que cada movimiento busca bloquear la victoria del otro. Y ello ocurre aun cuando parte de la clase intelectual estadounidense advierte que el régimen de Maduro supone una amenaza para su seguridad nacional y un foco permanente de inestabilidad regional bajo la influencia de Cuba.
Maduro, por su parte, ha convertido la resistencia y la simulación en táctica política y psicológica. Cada día sin una intervención militar estadounidense se puede interpretar como un triunfo propio, la confirmación de un cálculo muy sencillo pero eficaz: Trump no se atreverá a cruzar el Rubicón de una acción directa.
El régimen venezolano ha transformado el inmovilismo en un mecanismo de dominio, como hizo Marcos Pérez Jiménez en los estertores de su dictadura, cuando fingía normalidad mientras la presión popular y el desgaste militar erosionaban su poder. La simulación como herramienta de control es una vieja tradición autoritaria en Venezuela, y Maduro la ha llevado a su máxima expresión.
Trump actúa desde el extremo opuesto al intimidar y amenazar por entregas. Emite advertencias nebulosas, mensajes crípticos y filtraciones que insinúan —aunque jamás confirman— operaciones militares inminentes. Su apuesta es a que esta presión intermitente erosione la cohesión del régimen o empuje a Maduro a buscar un escape hacia Cuba, Rusia, Brasil o Irán. Sin embargo, esta estrategia puede inquietar, pero no altera de manera decisiva el tablero.
El problema central es que ambos permanecen atrapados en un laberinto de incierto desenlace. Maduro no puede ceder sin perderlo todo y Trump no puede retroceder sin admitir derrota. En medio de esa pugna asfixiante quedan los venezolanos, sometidos a una zozobra interminable.
Quienes permanecen en el país enfrentan persecución creciente y la reducción constante de sus libertades; los venezolanos que viven en Estados Unidos padecen políticas migratorias más estrictas, pérdida de estatus y deportaciones indiscriminadas. El venezolano común es, una vez más, la víctima principal.
Entre los hechos confirmados, uno destaca por encima de todos: Trump y Maduro hablaron por teléfono. Ese simple intercambio revela la existencia de un canal directo entre Washington y Miraflores. Y si existe un canal, existe también la posibilidad de una salida que restaure la libertad sin muertes ni tragedia.
Es imperativo, además, abrir un camino político que permita una solución pacífica a la crisis y que haga posible en Venezuela la vida ordenada y sin persecuciones. Pero mientras se prolongue este juego de estrategias políticas y militares, Venezuela seguirá siendo —como siempre— la gran perdedora.
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