
En los dieciséis meses que van de enero de 1959 a abril de 1961, el régimen de Fidel Castro cambió, de forma extrema, su posición frente a la Iglesia Católica de Cuba: de unos vínculos de mutua simpatía -Fidel Castro había elogiado el apoyo que los católicos le habían dado a la revolución-, la dictadura cubana decidió perseguir y aniquilar a la Iglesia. A partir del 16 de abril de 1961, día en que Castro se quitó la máscara y declaró el carácter “socialista” de la Revolución cubana, se iniciaron las hostilidades en contra de la Iglesia.
No sé si existen, como en los casos de España y México, por ejemplo, estudios sobre las historias de mártires y católicos perseguidos por el apego a la fe en la Cuba del castrismo. El solo planteamiento de la cuestión resulta paradójico, toda vez que Fidel Castro se educó en institutos jesuitas. Es probable que, junto con periodistas y escritores, hayan sido los sacerdotes los primeros en comprender el carácter de la traición fidelista y la ferocidad del peligro que se levantaba sobre las libertades de los cubanos.
Los comunistas, como parte de su proceso de bolchevización, expulsaron sacerdotes, limitaron el número de órdenes religiosas que podían operar en el país, estatizaron los colegios católicos. Castro dio los primeros pasos hacia una de las más absurdas y reveladoras órdenes que tomó como dictador: establecer en la Constitución que Cuba era un Estado ateo (es decir, activo en la negación de la existencia de Dios). Este disparate se mantuvo vigente hasta 1992, tras el giro político e institucional que significó quitar la calificación de ateo y reemplazarla por laico (independiente de cualquier organización religiosa).
Desde entonces, sin que ello signifique un intento de mi parte de proponer una periodización, las relaciones Iglesia y dictadura se han hecho más complejas: constante vaivén entre momentos de tensión y momentos de diálogo.
En la Nicaragua de la dictadura bicéfala de Rosario Murillo y Daniel Ortega, el año 2018 constituye un momento de ruptura: tras las protestas que se desataron en abril y se extendieron hasta julio, la Iglesia Católica -junto con los medios de comunicación, los sindicatos y gremios, y las universidades- se convirtió en uno de los objetivos principales de la ferocidad de la pareja criminal que somete al pueblo nicaragüense.
Lo ocurrido en los últimos siete años en Nicaragua, probablemente constituye un hito en las prácticas represivas de una dictadura en la historia de América Latina. Han detenido a sacerdotes, los han expulsado al exilio -como ocurrió con el obispo Silvio Sáez en 2019-, los han despojado de sus modestos bienes o los han llevado a los tribunales para someterlos a juicios sumarios, donde han sido condenados por delitos que no han cometido, sin derecho a la defensa: les han aplicado castigos fuera de toda lógica y proporción, como la pena dictada por un tribunal contra el obispo de Matagalpa, Rolando José Álvarez Lagos, sobre el que inventaron un conjunto de acusaciones, incluyendo exabruptos como los de traición a la patria, conspiración, difusión de falsas noticias, organizar grupos para subvertir el orden público y varias otras conductas, todas falsas y carentes de lógica. El resultado: una pena de 26 años de prisión, lo que le obligó, luego de meses de prisión, a salir al exilio en enero de 2024.
Pero hay que aclarar: el asedio no se ha limitado a unos determinados religiosos. La dictadura ha actuado para destruir a la institución eclesial nicaragüense. Han prohibido festividades religiosas como misas, vigilias y procesiones. Han clausurado emisoras de radio católicas y les han robado los equipos. Han montado alcabalas vehiculares y peatonales para impedir el acceso de los feligreses a sus iglesias. Han encendido la maquinaria difamatoria de la dictadura para ensuciar la credibilidad de la institución, de sus miembros y de sus seguidores. Y, de forma sistemática y extendida, han ejecutado acciones para sabotear la relación entre los ciudadanos católicos y su iglesia.
Recién electo como presidente, Hugo Chávez arremetió contra el cardenal Jorge Urosa Savino, que en enero de 1999 era el arzobispo de Caracas (antes había sido arzobispo de Valencia). No lo hizo en cualquier momento y lugar. Asistió a la sede de la Conferencia Episcopal de Venezuela, durante una Asamblea Ordinaria, y allí arremetió contra este venezolano eminente en dos ocasiones, porque había expresado públicamente críticas al lenguaje virulento que Chávez usaba en contra de quienes le oponían.
Puesto que entonces actuaban en la esfera pública venezolana algunos sacerdotes que apoyaban el surgimiento de la revolución bolivariana, Chávez pensó que podría dividir a la Iglesia, y establecer la existencia de una Iglesia buena -la chavista- y una Iglesia mala -la que lo enfrentaba-. Pero eso no resultó sino una ilusión de muy corta duración: la mayoría de los sacerdotes que lo aplaudían no tardaron mucho tiempo en percatarse de que Chávez era, en realidad, un dictador y un delincuente, lo mismo que Nicolás Maduro, su continuador.
A lo largo de la dictadura, la Iglesia Católica venezolana ha mantenido inequívocas posiciones de defensa de los derechos humanos y las libertades ciudadanas. Al mismo tiempo, el número de sacerdotes favorables a Chávez y Maduro se ha ido reduciendo, hasta casi desaparecer: actualmente, salvo algún eventual alacrán en sotana que opera para fines gubernamentales, la Iglesia venezolana exhibe una amplia unidad alrededor de posturas democráticas.
Sin embargo, para la Iglesia esto ha tenido un costo muy alto: sacerdotes que han debido exiliarse (como Mikel de Viana, que dolorosamente murió en el exilio, o el padre José Palmar Morales, actualmente exiliado en Estados Unidos). Mientras vivió, una y otra vez, Chávez insultó a la institución o a alguno de sus prelados, en mítines y cadenas de radio y televisión.
¿Ha cambiado la política anti -Iglesia Católica en el paso de Chávez a Maduro? Sin duda, ha empeorado. Chávez se cuidó de no involucrar a los feligreses en sus recurrentes desmanes e injurias, consciente del extendido carácter católico que predomina en la sociedad venezolana.
Las recientes acciones de hostigamiento y virulencias contra el cardenal Baltazar Porras Cardozo no se han producido solas: han venido acompañadas de sabotajes a los creyentes, a los que han impedido orar conjuntamente a la madre Carmen Rendiles y a José Gregorio Hernández, en el Poliedro de Caracas. Todo el episodio se reduce a esto: luego de fracasar en el intento de sacar provecho político de la ceremonia de beatificación en Roma, derrotados y desnudos, intentan vengarse. Pero la dictadura ha cometido un gravísimo error: al impedir la concentración religiosa ha propinado una bofetada, no a Porras Cardozo o a la Conferencia Episcopal, sino a la fe de millones de venezolanos.
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