El pasado 27 de agosto, el usurpador de Miraflores envió una comunicación al secretario general de la ONU solicitando su intervención para detener el operativo militar que Estados Unidos ha desplegado en el mar Caribe, cuyo propósito es claramente someterlo a la justicia por la deriva criminal y autoritaria en la que ha caído.
El verdugo pide clemencia. El mismo que se robó las elecciones, que nos amenazó con “un baño de sangre” y que proclamó quedarse en el poder “por las buenas o por las malas”, aparece ahora invocando el derecho como instrumento para la vida civilizada. En su misiva a António Guterres, Maduro afirma: “La humanidad y esta Organización no pueden permitirse que, en pleno siglo XXI, resurjan políticas de fuerza que pongan en riesgo la paz y la seguridad internacionales. Venezuela reitera su compromiso con el derecho internacional, la solución pacífica de las controversias y el respeto a la soberanía de los pueblos.”
Más cinismo, imposible. Quien ha impuesto en Venezuela un régimen de fuerza y terror contra sus propios ciudadanos, quien ha vaciado el derecho de contenido, se viste ahora de defensor del derecho internacional y de la soberanía de los pueblos.
El despliegue militar que presenciamos frente a nuestras costas es la consecuencia de que una camarilla criminal, liderada por Maduro, abandonó el derecho como vía civilizada para resolver las diferencias en nuestra sociedad. Venezuela no merece padecer esta tragedia. A este abismo nos condujo la ambición de poder y de dinero de un grupo que, usando las instituciones democráticas, accedió al poder para luego desconocer abierta y descaradamente todos los principios fundamentales del derecho.
Hoy vivimos el extravío absoluto del derecho como sistema destinado a ordenar la vida social y política. No solo porque el derecho positivo ha sido deformado en un cuerpo de normas ilegítimas, sino también porque los principios universales de la humanidad han sido violentados de forma sistemática.
El jurista alemán Gustav Radbruch (1878-1949), tras la experiencia del nazismo, sostuvo que cuando la ley es extremadamente injusta deja de ser derecho. Para él, el derecho se extravía cuando se convierte en instrumento de la injusticia, incluso si se reviste de formalidad legal. Así ocurrió con las leyes raciales del régimen nazi.
Las llamadas leyes de la revolución bolivariana han seguido un camino similar: producen textos normativos que violan derechos humanos fundamentales como la propiedad, la libertad de expresión, el libre tránsito, la asociación y la protesta. Basta citar la Ley del Odio, la Ley de Extinción de Dominio o las reformas al Código Penal, que criminalizan de manera absurda el ejercicio de esos derechos.
Pero aún más grave es la violación fáctica de derechos fundamentales: la vida, la libertad personal, la integridad física y moral, el debido proceso y la manifestación pacífica, entre otros. No se trata solo de leyes inicuas, sino de la práctica cotidiana de un Estado convertido en aparato de represión.
El principal responsable de esta violencia física e institucional, el mismo que ha desconocido la soberanía popular, pretende ahora erigirse en defensor del derecho. Si Maduro respetara mínimamente los derechos de los venezolanos, no estaría hoy bajo una orden de captura emitida por un Estado tan poderoso como los Estados Unidos.
Como señalé en mi artículo anterior, lo que hoy se discute no es una controversia contra Venezuela como República, como Estado o como Nación. Lo que está en juego es un juicio contra una camarilla que dejó de ser gobierno para convertirse en una banda criminal.
Las elecciones del 28 de julio de 2024, desconocidas por esa camarilla, dejaron en evidencia que el pueblo venezolano los rechaza. Lo sensato sería que se sometieran al derecho y enfrentaran la justicia, en lugar de arrastrar a la nación a los riesgos de una eventual acción militar destinada a asegurar su captura.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario