Vivimos tiempos turbulentos. El orden internacional de posguerra que Estados Unidos diseñó y construyó en gran medida está en crisis, y el multilateralismo —su principio rector— se encuentra bajo serias tensiones.
Este declive se gestó durante mucho tiempo. Durante las crisis petroleras de la década de 1970, los países en desarrollo, en respuesta a las debilidades percibidas del sistema global, impulsaron el Nuevo Orden Económico Internacional para promover sus intereses. El 1 de mayo de 1974, la Asamblea General de las Naciones Unidas incluso aprobó la “Declaración sobre el Establecimiento de un Nuevo Orden Económico Internacional”. Sin embargo, los avances fueron escasos o nulos, a pesar del resurgimiento del problema durante la crisis de las hipotecas subprime en Estados Unidos en 2008.
El golpe final al orden basado en reglas llegó con el regreso del presidente estadounidense Donald Trump a la Casa Blanca. Los aranceles exorbitantes de su administración, las amenazas de anexión, las violaciones de normas internacionales fundamentales y las órdenes ejecutivas que retiran a Estados Unidos de organizaciones y acuerdos multilaterales han creado un entorno de extrema incertidumbre. Es cierto que Trump ha dado marcha atrás con frecuencia en sus decisiones. Pero estos cambios radicales respondieron a la presión de los mercados y los inversores, no a contrapesos institucionales como el Congreso o la Corte Suprema.
En resumen, la “hiperpotencia” mundial ha abandonado su liderazgo y se ha convertido en una fuente de inestabilidad. El deterioro de la posición global de Estados Unidos persistirá más allá de la era Trump, ya que gran parte del daño es irreversible. En los últimos años, el apoyo a la democracia liberal, los derechos humanos, el libre comercio y el multilateralismo —pilares clave de la hegemonía estadounidense— ha menguado, y estos principios ya no guían la política exterior estadounidense. La actual administración no es la única responsable; la impunidad con la que el gobierno del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, cometió crímenes de guerra en Gaza con armas proporcionadas por Estados Unidos durante la administración del presidente Joe Biden también ha erosionado los cimientos morales del liderazgo estadounidense.
En este contexto, la reconstrucción del antiguo orden parece improbable. Estados Unidos es una sombra de lo que fue. Ha perdido fuerza económica, supremacía tecnológica, respetabilidad política, autoridad moral y, quizás lo más importante, la confianza de gran parte del mundo. Mientras tanto, China se ha consolidado como aspirante al liderazgo mundial, convirtiéndose en la principal potencia comercial del mundo y superando a Estados Unidos en términos de PIB (a precios de paridad de poder adquisitivo).
China se ha presentado como defensora del libre comercio y el multilateralismo, capaz de llenar el vacío dejado por la retirada estadounidense, convirtiéndola en una fuerza estabilizadora, al menos hasta cierto punto. En lugar de difundir sus ideas ideológicas por todo el mundo, como durante la era de Mao, el gobierno chino está más interesado en buscar oportunidades de negocio y asegurar el acceso a las materias primas. En ocasiones, esto implica establecer puntos de apoyo económicos y de seguridad más permanentes en países, como ha hecho en Sri Lanka, Perú, Argentina y varios otros. China también ha comenzado a utilizar su influencia para ganar votos para sus posiciones en organizaciones internacionales.
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Ante la probable prolongación de la pugna entre China y Estados Unidos por la hegemonía global, América Latina debe encontrar urgentemente la manera de minimizar los riesgos y maximizar las oportunidades. Como argumenta uno de nosotros en un nuevo libro, El mundo no alineado, la «economía política del no alineamiento activo» ofrece la mejor oportunidad para lograr estos objetivos. El no alineamiento activo requiere construir un nuevo tipo de relación con ambas potencias que trascienda la antigua dinámica centro-periferia. En lugar de adoptar una política de alineamiento automático, los países latinoamericanos deberían perseguir sus legítimos intereses nacionales y regionales.
Por ejemplo, para mantener o ganar influencia en la región, China y Estados Unidos probablemente ofrecerán más incentivos. Quizás China busque expandir su Iniciativa de la Franja y la Ruta, con su promesa de valiosa inversión en infraestructura, en cuyo caso Estados Unidos podría hacer una oferta comparable. Los países latinoamericanos deberían elegir la opción que mejor les convenga y rechazar los intentos de cualquiera de las dos superpotencias de ejercer una presión excesiva o manipularlos.
La alineación histórica de América Latina con Estados Unidos ha generado demasiada intervención política y un desarrollo insuficiente. Pero precipitarse a apoyar a China sería un grave error. El gobierno chino prioriza sus propios intereses por encima de todo: su ayuda no es incondicional. Y a pesar de la creciente importancia de China en el comercio, la tecnología y las finanzas, Estados Unidos sigue siendo un referente político, económico, cultural y militar importante para América Latina.
Los distintos países de América Latina y el Caribe enfrentan distintas limitaciones y oportunidades, por lo que una no alineación activa tiene sentido para la región. En Sudamérica, que representa dos tercios de la población de la región, China es el principal socio comercial de la mayoría de los países. Sin embargo, México y otros países centroamericanos están mucho más integrados con la economía estadounidense y, por lo tanto, les resultará más difícil reducir su dependencia de Estados Unidos.
La no alineación activa ofrece esperanza a los países que desean evitar convertirse en daños colaterales en una confrontación entre superpotencias. En lugar de abogar por la neutralidad o el aislamiento, este enfoque exige defender los principios del derecho internacional y tomar decisiones autónomas guiadas únicamente por intereses nacionales o regionales. También permitiría a los países de la región contribuir a la construcción del nuevo orden mundial que inevitablemente surgirá de las ruinas del actual. El interregno puede ser largo y turbulento, pero los responsables políticos deben empezar a pensar ahora en cómo construir un sistema internacional más equilibrado, socialmente inclusivo y ambientalmente sostenible.
Varios países latinoamericanos participaron activamente en los debates de posguerra que condujeron a la construcción del orden mundial actual. La región debería involucrarse aún más esta vez, idealmente tras acordar principios básicos. Esto permitiría a los gobiernos abordar la tarea con fuerza y convicción, a pesar de sus significativas diferencias políticas e ideológicas. Quizás el mejor punto de partida sería una iniciativa adoptada por la Asamblea General de la ONU que reconociera el derecho de un país a no alinearse con ninguno de los bandos.
Carlos Ominami, exministro de Economía de Chile y coautor de El mundo no alineado: Avanzando en una era de competencia entre grandes potencias (Polity, 2025).
Jorge G. Castañeda, ex ministro de Relaciones Exteriores de México, es profesor en la Universidad de Nueva York y autor de America Through Foreign Eyes (Oxford University Press, 2020).
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