El papa Francisco, a mi juicio, cierra un ciclo de la historia de la Iglesia que empezó con Juan XXIII y el Concilio Vaticano II: el «aggiornamento» de la Iglesia que, encerrada en sí misma, por varios siglos se puso de espaldas a lo que terminamos llamando la «modernidad». A pesar de que en esos siglos, voces católicas proféticas hacían un gran esfuerzo por entender el mundo moderno y sus avances, contradicciones y limitaciones. Un mundo en movimiento, eurocéntrico, industrialista, cada vez más laicizado, agnóstico, nihilista, en donde inclusive se llegó a proclamar la «muerte de Dios» y el fin de las grandes religiones, en particular la Católica.
Ya en el siglo XIX la Iglesia intentó reaccionar convocando el Concilio Vaticano I, interrumpido por la guerra franco-prusiana, pero también por la confusión interna, sobre el qué-hacer. La primera respuesta institucional a estos desafíos fue la encíclica Rerum Novarum (De las cosas nuevas) que inaugura un siglo largo de encíclicas y documentos sobre los problemas contemporáneos e inclusive anima a los católicos a asumir el compromiso político. Y así es como nacen los partidos políticos cristianos o demócratas cristianos, los curas-obreros, la Teología de la Liberación, etc.
Cada Papa hizo su esfuerzo, el ya citado Juan XXIII, Paulo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, para mi gusto, el de mayor apertura al mundo nuevo del siglo XXI en pleno desarrollo. Quizás su condición de latinoamericano, jesuita y el nombre de Francisco fueron determinantes en esta visión del mundo nuevo. Más abierta, más tolerante, más fraterna, más ecuménica, menos italiana y europea y más cercana a Asia, Indo-Pacífico, África, a la otra América, a lo que se ha terminado llamando el Sur Global y una cercanía absoluta a los más débiles, indefensos, marginados, etc.
No es casual que, en su homilía pascual testamentaria, murió el mismo día, fuera un grito de angustia, frente a las discordias, violencias del mundo y guerras en curso. Y, al mismo tiempo, la reafirmación crística de la esperanza cristiana, que empieza aquí en la tierra, en el aquí y ahora de la gente concreta, en la historia, que siempre nos remite al fin de los tiempos, a la resurrección y la eternidad, por obra y gracia del Dios-Amor. Pero ese Dios Amor quiere y necesita encarnar en cada uno, en la caridad real, ejercida y practicada, no solamente declarada. Fe sin Caridad no funciona y ambas son necesarias para la Esperanza.
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