Vivimos en tiempos en los que la “posverdad” —esa distorsión en la que los hechos objetivos valen menos que las emociones o creencias personales— ha dejado de ser una anomalía para convertirse en parte del paisaje cotidiano.
Antes, las sociedades discutían sobre lo que era verdadero o falso. Hoy, esa distinción parece irrelevante: lo importante ya no es si algo es cierto, sino si confirma lo que sentimos, refuerza nuestra identidad o satisface nuestros prejuicios.
Las consecuencias de este fenómeno son profundas. En primer lugar, se devalúa la verdad como valor. En segundo, se genera un estado de incertidumbre constante, donde todo parece discutible, manipulable, relativo. Y, como si fuera poco, en este terreno fértil para el engaño, prosperan los líderes que saben manejar las emociones, aunque no sean los más sabios, ni los más éticos, ni los más veraces.
Las mentiras cargadas de emoción se propagan más rápido que los hechos comprobables. Se viralizan, se instalan en la opinión pública y moldean decisiones colectivas. Así, la manipulación se disfraza de “autenticidad” y la mentira reiterada termina siendo aceptada como norma.
En muchos países, hay quienes creen que se puede construir un futuro mejor sobre una base de falsedades sostenidas. Pero no hay progreso sin integridad, ni libertad sin verdad.
Es hora de reaccionar. No solo hay que defender la libertad, sino también la verdad. Incluso cuando duela. Porque sin verdad, lo que viene no es solo incertidumbre: es el caos.
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