Francisco fue el primer Papa jesuita de la Iglesia Católica. Mi cercanía a los jesuitas, desde mi temprana formación, me permite reconocer aspectos de las actuaciones del fallecido Papa que reflejan la impronta de la Compañía de Jesús en su desempeño como máxima autoridad de la Iglesia.
Un primer rasgo es el que tiene que ver con la convicción firme sobre la importancia del hacer sobre el figurar. Transmitir esta actitud con el ejemplo y la enseñanza fue una de las consignas de la comunidad jesuita que Francisco abrazó como propias. Su papado fue la confirmación de que es más importante ejecutar que lucir, lograr el bien para la comunidad que exaltar a quienes participan en el empeño.
Más de uno de los logros de Francisco ha pasado sin mayor revuelo. Así, su condena a la pedofilia, el llamado a su denuncia y su clarificación, la limpieza y puesta en orden de las cuentas del Vaticano, la apertura al diálogo con otras iglesias y posiciones religiosas. Para él no eran necesarios los grandes titulares sino el abordaje de temas claves y su resolución.
Otra expresión de la cultura jesuita en el papa Francisco es, sin duda, su propio ejemplo de liderazgo y su convocatoria a una dirigencia en positivo, a la asunción de la vocación para dirigir y de las responsabilidades que conlleva. Es el llamado a sentirse actor, a comprender los cambios y a participar en su dirección, a asumirlos como una forma de ser parte activa de la sociedad.
La especial dedicación de los jesuitas a la educación es una de las formas de atender su compromiso con el impulso al liderazgo y con su calidad. La insistencia en la formación de verdaderos líderes cobra más fuerza frente a las distorsiones que hoy son frecuentes particularmente en la dirigencia política. Allí tenemos autócratas todopoderosos, presuntos salvadores, dueños de la verdad y de las voluntades, falsos líderes que deslegitiman la función conductora.
La postura conocida como discernimiento ignaciano es otro rasgo de actuación que Francisco implementa y mejora: cavilar antes de decidir implica no tomar decisiones apresuradas, preferir procesos largos de escucha, oración y diálogo. Fue lo que impulsó a Francisco a la celebración de sínodos donde se consulta a obispos, laicos y expertos sobre temas clave. Es lo que se observa también, por ejemplo, en su enfoque abierto y reflexivo sobre temas complejos como la familia, la moral sexual o en la orientación más pastoral que dogmática ante temas sensibles como la homosexualidad o la comunión de los divorciados.
Aunque el accionar de la Compañía de Jesús ha sido siempre el de la defensa de la libertad y de los verdaderos intereses de los pueblos, la postura del Papa fallecido respecto de algunos gobiernos dictatoriales no fue frontal. No obstante, el Vaticano, bajo su égida, participó en diálogos -desafortunadamente infructuosos- con regímenes autocráticos. Francisco, más recientemente, se posicionó anticipando el mal resultado de las dictaduras.
La inclinación solidaria hacia los pobres y la disposición a trabajar por el destierro de la marginalidad son también sellos jesuitas en el papa Francisco. Su instalación en Roma no significó el alejamiento de su experiencia en los barrios pobres en Argentina y de su cercanía con los marginados. Su crítica a la economía sin sentido social y sus reclamos por la superación de la pobreza dicen más que su creación del Día Mundial de los Pobres. Su renuncia a muchos signos del poder papal tradicional debe entenderse precisamente como promoción de una Iglesia más cercana a los sencillos, a los desposeídos.
Su legado, sin duda, tiene un sello jesuita.
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