El primer cuarto del siglo XXI se cierra con diversas invocaciones a la revolución. Hace una década se predicó, con llamativa parafernalia, la revolución contra la «casta», el entramado social, político y económico que controlaba el poder, en un sistema con evidentes síntomas de corrupción. Aquella algarada acabó rápidamente, convertida en una farsa, acentuando la frustración que la había cobijado. Ahora, en los últimos días, se habla de la revolución del «sentido común» y, en clave absolutamente opuesta, se predica la contrarrevolución frente a la «casta tecnocrática».
El discurso de toma de posesión de Trump, como 47º presidente de los Estados Unidos, ha sacudido las estructuras políticas, en particular del mundo occidental. Su lectura impresiona por la simplificación de las propuestas que contiene y de los objetivos a alcanzar. Para muchos, en esta Europa de nuestro fracaso, vendría a ser algo así como la amenaza de un mamut, frente a la sofisticación de la izquierda «progresista». Sin embargo, esta alocución, que proclama el inicio de la edad de oro en América es, sobre todo, el ejemplo más rotundo de hasta qué extremo ha llegado la degeneración de la democracia, en los Estados Unidos y, prácticamente, en la mayoría de los estados occidentales.
Podrá parecer un texto demasiado primario y anticuado, en la forma y en el fondo. La invocación al «sentido común» será vista, con displicencia, por los que consideran a Trump una especie de primate político; propio de otro tiempo. Pero el panfleto político más influyente del siglo XVIII fue publicado por Thomas Paine, bajo el título Common sense (1776) y ha sido una referencia constante hasta nuestros días. Bergson alababa el sentido común, como recurso para orientarse en la vida práctica. Muchos otros lo han considerado una facultad esencial, en las personas, para juzgar las cosas razonablemente, y distinguir el bien, el mal, la ignorancia, …
En todo caso convendrá separar el grano de la paja. Cambiar la denominación de Golfo de México por la de Golfo de América, en principio, no tiene por qué ir más allá de un espectáculo pirotécnico. En México, en Estados Unidos, en el mundo en general hay demasiados golfos, como para que el cambio de nombre de alguno, suponga un problema de gran calado. Por el momento, Francia, México y otros países de los que se sienten directamente amenazados por el «trumpismo» han reaccionado con aullidos a la luna y un punto de soberbia ridículo. Jean-Noel Barrot, C. Sheinbaum… etc. Otra cosa será la presión estadounidense sobre Groenlandia, Canadá o Panamá con respecto a China.
El programa de la revolución del «sentido común» no oculta algunas menciones a Dios; aboga por una educación que enseñe a los jóvenes a no avergonzarse de su país; apunta a la rehumanización de la cultura frente a la deshumanización imperante; rechaza el igualitarismo impuesto; y apuesta por la libertad, no en abstracto, sino en concreto, para que cada uno pueda alcanzar los fines que se proponga. Además, contiene un gran número de factores difíciles de conjugar; un proteccionismo extremo en el tema económico; el militarismo exigente en recursos como base para implantar la «pax americana». Pero es un texto comprensible, a diferencia de las alocuciones logomáquicas y sin contenido de las democracias decrecientes. Ante los dogmas pseudodemocráticos habremos de aceptar, que cualquier época muere cuando los pilares que soportaban su estructura quiebran. La ausencia de valores referenciales, las paradojas intolerables, por encima de cualquier límite, y los discursos incomprensibles obligan a la búsqueda de una nueva era.
Sánchez también ha buscado intrigar en estas circunstancias más allá de nuestras fronteras, presentándose como paladín de la contrarrevolución, frente a la casta tecnocrática, decidido a presumir de guardián de la libertad, ayuno de sabiduría y sobrado de audacia; sin entender que la libertad no ha venido al mundo para desnucar el sentido común. Se ha presentado como líder de la socialdemocracia europea, opuesta a Trump y, de inmediato, tratando de disculpar su osadía, se acoge a la función de sobrino del tío Donald. Mientras, entre el asombro general, enreda aquí con la Banca y somete a su control a Telefónica e Indra. Las dos claves de la plataforma tecnológica con las que intenta mantenerse en el poder.
En 1846 Jaime Balmes escribía acerca de la anomalía que representaba la preponderancia militar, en el orden político institucional: «el poder militar es fuerte, porque el poder civil es débil»… Hablando de aquella situación, afirmaba que la raíz de los males estaba en la profunda debilidad del poder, la ineficacia y la ineficiencia de los partidos políticos en aquellos momentos. Luego, añadiría que cuando un gobierno carece de fuerza para gobernar corre el serio riesgo, con su presidente a la cabeza, de dedicarse a intrigar. Y en esas estamos.
Artículo publicado en el diario La Razón de España
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