Rafael Quiñones
La influencia enorme de la obra de Thomas Hobbes, especialmente en su libro “Del ciudadano y el Leviatán”, en las ciencias sociales y políticas modernas difícilmente puede ser subestimada. El autor inglés no sólo elaboró el planteamiento de la necesidad del Estado como elemento para evitar la guerra entre individuos que viven en sociedad. También acertaba al anticipar que cuando los Estados se creaban y empezaban a monopolizar el uso de la violencia, haciendo cumplir sus leyes, los homicidios y los asesinatos disminuían, igual que el peligro de ocurrencia de guerras civiles. El Leviatán (como él denominaba al Estado) que él describía controlaba la guerra de “todo hombre contra todo hombre”.
Pero también hubo muchas cosas que Hobbes no comprendió bien. Hobbes estaba errado en un tema decisivo: el poder no hace siempre lo correcto y ciertamente no lo hace en libertad. La vida bajo el yugo del Estado también puede ser “desagradable, brutal y corta”, como él describía el estado de naturaleza caracterizado por la guerra perpetúa entre hombres en sociedades sin Estado. Entre los objetivos de un Estado está hacer cumplir las leyes, resolver conflictos, regular y gravar la actividad económica y proporcionar infraestructuras u otros servicios públicos. Por algo Hannah Arendt llamó a Hobbes “el primer filósofo de la burguesía”, al encontrar en su obra la argumentación de que el Estado era imprescindible para la actividad económica humana civilizada. Pero el elemento definitorio del Estado es su monopolio de la violencia legítima (Weber dixit).
La capacidad del Estado depende mayoritariamente de cómo se organizan sus instituciones, especialmente a través de su burocracia. Es necesario que haya burócratas y empleados del Estado para que se puedan implementar los planes del Estado, y es necesario que estos burócratas tengan los medios y los incentivos para llevar a cabo esta misión, ya sea proveer de servicios a los gobernados como monopolizar la violencia. Un Estado poderoso y eficiente puede usar sus facultades no para resolver conflictos o detener la guerra interna de un país, sino para hostigar, desposeer y atentar contra sus propios ciudadanos, a los que debería proteger. Este Leviatán salvaje puede ser aún más temido que el caos y la anarquía de los países con Estados disfuncionales, incluso ausentes. Porque se pasa de la guerra que describía Hobbes del hombre contra el hombre, a la guerra del Estado contra sus ciudadanos, por medio de la dominación. Allí no hay paz.
Hobbes sostuvo que la vida era “solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta” cuando “los hombres viven sin un poder común que les obligue a todos al respeto”. Pero la acción del Estado sin contrapesos a su propio poder, implica la creación de una vida desagradable, brutal y corta para los seres humanos, y no su desaparición como decía Hobbes. Este tipo de Estado todopoderoso sin regulaciones, usa su capacidad no para promover la libertad y prosperidad, sino para la represión manifiesta y la dominación. Acaba con la guerra entre ciudadanos, pero sólo para reemplazarla por una pesadilla distinta que bajo ningún concepto se puede llamar paz.
El Leviatán de Hobbes es un Estado poderoso que extirpa la guerra entre hombres, pero luego usa su poder para dominar a la sociedad, a veces a través de una represión tan abierta y salvaje que aborta cualquier paz verdadera en sociedad. Aunque la libertad no es natural sino una creación humana, el ser humano puede conciliar la paz del Estado con la libertad humana. Y esto depende de manera crucial de la aparición de los Estados y el tipo de instituciones estatales, tanto las que permiten la dominación del Estado sobre la sociedad como el control de dicha dominación a favor de los ciudadanos.
Pero estos Estados deben muy distintos al modelo hobbesiano, que es un ente todopoderoso y sin limitaciones, sino ser entes encadenados para evitar que sobrepasen sus funciones. Es necesario un Estado que tenga la capacidad de hacer cumplir las leyes, controlar la violencia, resolver conflictos y proporcionar servicios públicos, pero que continúe estando dominado y controlado por una sociedad asertiva y bien organizada.
El Estado evita la guerra entre hombres, sí. Puede incluso ampliar sus capacidades para suprimir conflictos de manera justa, hacer cumplir un enorme conjunto de leyes y suministrar servicios públicos que sus ciudadanos exigen y disfrutan de manera eficiente. Pero para lograr eso no tiene que utilizar arbitrariamente sus facultades para reprimir y explotar a sus ciudadanos. Puede dar respuesta a las exigencias y necesidades de sus ciudadanos, y adicionalmente puede intervenir, siempre que no viole las libertades individuales, en el proceso de ayudar a los más desfavorecidos. El Estado puede crear libertad, una que evita la guerra del Estado contra sus ciudadanos. El mejor ejemplo de eso es la democracia liberal.
El Estado en una democracia liberal debe rendir cuentas ante la sociedad no sólo porque esté legalmente obligado por una Constitución y las leyes, sino sobre todo porque se encuentra encadenado por personas que se quejarían, manifestarían e incluso sublevarían si se excede en sus límites. Sus presidentes y legisladores se eligen por sufragio, y a menudo se les echa de sus cargos cuando a la sociedad está inconforme con lo que hacen. Su actividad burocrática está sujeta a examen y supervisión, tanto de otros organismos del Estado como de la misma ciudadanía. Es poderoso, pero coexiste con una sociedad a la que escucha y que está atenta y dispuesta a implicarse en la política y a cuestionar el poder cuando este se equivoca en métodos y objetivos. El Estado puede un ente para encadenar a los hombres con el objetivo de evitar que se destruyan entre sí, como ser él mismo encadenado por los ciudadanos corrientes, las normas y las instituciones, en resumen, por la sociedad, para evitar la tiranía.
Por eso es un falso dilema que sólo puede existir un Estado autoritario o la guerra entre ciudadanos. El Estado nunca abandonará su aspecto represivo y dominador para evitar la guerra dentro de una sociedad. Pero en un Estado democrático y libre, existen controles que impiden que muestre su cara más salvaje dentro de esta función. Querer que existan esas cadenas no es llamar a la guerra, sino construir la paz del Estado con sus gobernados, al mismo tiempo que este garantiza la paz entre los habitantes que viven en la nación que gobierna. Una paz no anula a la otra, la complementa. Es la esencia de la democracia liberal.
Por eso, términos como “paz autoritaria” o “paz dictatorial” no tienen sentido. Es un falso dilema que la sociedad moderna tiene que elegir entre la guerra entre ciudadanos vs. la guerra del Estado contra los ciudadanos. Pero incluso puede haber una opción peor entre la guerra de todos contra todos o la guerra del Estado contra sus gobernados: que el Estado haga guerra a sus ciudadanos cuando al mismo tiempo no puede garantizar la resolución de los conflictos entre ellos en paz. En el caso de Venezuela, el régimen venezolano tiene este rasgo sobresaliente: es un autoritarismo caótico. Un sistema en el que la voluntad autoritaria del gobierno contra sus ciudadanos choca contra la fragilidad del Estado y la debilidad de su burocracia, la ineficiencia y la corrupción. El Estado no puede asegurar su control sobre toda la población ni sobre la totalidad del territorio, de modo que el autoritarismo contra sus gobernados se mezcla con el caos originado por la violencia entre ciudadanos, (cuyo ejemplo más emblemático es como se autogestiona el sistema penitenciario por las mismas organizaciones criminales que los tiene cautivos) y un nulo control en el terreno de la delincuencia económica.
El autoritarismo no es sinónimo de orden y paz, como la libertad no lo es de caos y guerra. Se puede tener lo mejor de ambos mundos, paz y libertad, pero también lo peor, represión y guerra interna. Para terminar este artículo, mencionamos que el mismo Thomas Hobbes, defensor de un Estado todopoderoso y omnipresente, mencionaba en su obra “Del ciudadano y el Leviatán” que “la obligación de los súbditos con respecto al soberano se comprende que no ha de durar ni más ni menos que lo que dure el poder mediante el cual tiene capacidad para protegerlos” (Hobbes, 1999, Pág: 91). Es decir, un Estado que usa su poder de manera despótica y aun así no puede garantizar la paz entre sus ciudadanos, es tan insoportable que pierde su legitimidad incluso entre los apologistas de que su autoritarismo es necesario para garantizar una sociedad pacífica. Por lo tanto, decir que la opresión del Estado sobre sus ciudadanos es un costo necesario para mantener “una paz autoritaria” es una mentira, una falacia para quienes quieren defender un determinado statu quo que les beneficia particularmente y perjudica a la vez a la ciudadanía en general.
Bibliografía:
ACEMOGLU, Daron; y ROBINSON, James. E (2019). El estrecho pasillo. España, Deusto S.A. Ediciones.
ARENDT, Hannah (2006). Los orígenes del totalitarismo. Madrid, Alianza Editorial.
HOBBES, Thomas (1999) Del ciudadano y Leviatán. Madrid Tecnos, España.
NATANSON, José (2024). Venezuela como autoritarismo caótico. Nueva Sociedad. [Web en línea]. Disponibilidad en Internet en: https://nuso.org/articulo/venezuela-autoritarismo-caotico/ (Con acceso el 6 de diciembre del 2024).
WEBER, Max (2014). Economía y sociedad: Esbozo de sociología comprensiva. México, Fondo de Cultura Económica.
Anexos:
Índice de democracia en Venezuela según The Economist: 2,31/10. Fuente: https://www.economist.com/graphic-detail/2024/02/14/four-lessons-from-the-2023-democracy-index
Índice de calidad institucional, política y de mercado en Venezuela, según Relial: 5,29% y 2,12%. Fuente: https://relial.org/indice-de-calidad-institucional-2023/
Índice de Estado de Derecho en Venezuela según World Justice Proyect: 0,26/1. Fuente: https://worldjusticeproject.org/rule-of-law-index/global
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