Al confirmarse la abrumadora victoria de Edmundo González Urrutia en las elecciones del 28 de julio, la estrategia democrática, bajo el liderazgo de María Corina Machado, pasó a la siguiente fase, la de cobrar ese triunfo. Se volvió a insistir, pero ahora con mayor empeño, en la disposición a negociar con Maduro y su equipo las condiciones bajo las cuales accederían a entregar el poder, en cumplimiento del mandato popular. Previo al 28-J, el presidente de Brasil, Lula da Silva, como aliado, le había aconsejado a Maduro que aceptara el resultado de los comicios, sea cual fuese y, de salir derrotado, se preparara a recuperar fuerzas como oposición. Intentar forzar su triunfo con todo tipo de atropellos e irregularidades comprometía su vigencia política a futuro. Su otro aliado, el presidente de Colombia, Gustavo Petro, le hacía llegar sugerencias que iban en la misma dirección. En fin de cuentas, la alternabilidad es el riesgo de la lucha política en democracia cuando se es gobierno. Pero, al obligar a refrescar el mensaje y corregir los errores que llevaron a la pérdida del poder, pudiera potenciar de nuevo su opción política.
Sabemos que en el madurismo tales razonamientos cayeron en oídos sordos. Tenía que ser así. Los fascistas conciben la lucha política sólo en términos de guerra. La idea de una competencia por ganarse la confianza de la población y, por ende, sus preferencias electorales, no entra en sus esquemas. Los venezolanos veníamos atestiguando su proceder antidemocrático desde que asumieron el poder, con hitos tan emblemáticos como la anulación de las potestades de la Asamblea Nacional 2016-2020 con artimañas de un tsj abyecto, al lograr la oposición ser mayoría ahí. Lo insólito fue que, con esa actitud, pretendiesen legitimarse convocando a elecciones en 2018, lanzando un candidato tan malo como Nicolás Maduro. Era la cabeza visible de la peor gestión de gobierno que recuerda la historia del país, con una caída de la actividad económica del 50% para esa fecha, una hiperinflación brutal, el país aislado de los mercados financieros internacionales por el default de 2017, entre otros desastres, y unos 300 muertos por protestar contra su mandato. Como su única opción de ganar era trampeando el proceso, inhabilitó a los candidatos opositores con mayor opción y confiscó los símbolos de partidos políticos democráticos. Ante tamaña irregularidad, importantes corrientes opositoras llamaron a la abstención. Recordamos que tal embeleco provocó que más de 50 países democráticos lo desconocieran como presidente, sumiendo a Maduro en la peor crisis de su gestión. Pero con esa trampa, el CNE pudo publicar un resultado electoral que avalaba su triunfo, discriminado por centros electores y mesas.
Luego de semejante exabrupto cualquiera argumentaría como un disparate que los fascistas intentasen de nuevo buscar legitimidad por medio de elecciones, comprometiéndose ante naciones cercanas a respetar las normas –negociaciones en México, Qatar, Acuerdo de Barbados–, ¡pero lanzando de nuevo al peor candidato, Maduro! Tal incongruencia se despeja, empero, cuando entendemos que Maduro no lo postulaban para la lucha política, sino como cabeza de proa para la guerra. Porque, en términos de las preferencias políticas de los venezolanos era obvio que, si las elecciones fuesen confiables, su desempeño sería todavía peor. A la caída aún mayor del producto, se sumaba, ahora, el colapso de los servicios públicos y un deterioro bestial del nivel de vida de las mayorías, secuela de la hiperinflación. Y la inflación, ya no “hiper”, seguía siendo de las más altas del mundo. La verdadera incongruencia no fue lanzar a Maduro de candidato, sino comprometerse ante el mundo con reglas de juego democráticas, sabiendo que así no ganaría. Por fuerza desembocó en el arrebato fraudulento que todos conocemos, repudiado por la gran mayoría de los venezolanos y los países democráticos cercanos a Venezuela.
Como reza el conocido aforismo de Clausewitz, la guerra es la continuación de la política por otros medios. La lucha ya no se formulaba como política para ganar el favor de las mayorías, sino como guerra para someterlas. O sea, la guerra de Maduro es contra el pueblo, es decir, aquella mayoría abrumadora que él y los suyos no aceptan que pueda ser Pueblo (con mayúscula) porque no acepta su usufructo discrecional y arbitrario del poder. En tanto que guerra, cobran preeminencia los medios de violencia convertidos en órganos para la represión, sobre todo la DGCIM, el SEBIN y la GN. No está fuera de lugar decir que su control del país es el de un ejército de ocupación. Los casi 2000 presos políticos, así como los seis exiliados sometidos a un asedio cruel e inhumano en la Embajada de Argentina, sirven de rehenes en este contexto a ser negociados por alguna recompensa. El problema es que Maduro no puede desentenderse por completo del juego político para dedicarse a reprimir: la deslegitimación abierta que acarrea a su mandato tiene un indudable costo político que corroe sus bases de sustento militar.
El siguiente gráfico registra el resultado electoral de lo que podríamos englobar como “chavismo”, desde 2006. Incluye elecciones parlamentarias (no las regionales). Como el Instituto Nacional de Estadística (INE) publica cifras de población por cohortes quinquenales de edad, se puede computar la proporción de esta votación entre los mayores de 20 años (línea azul). Omite a los votantes de 18 y 19 años, pero, suponiendo que su peso es similar a lo largo de la serie, no altera la tendencia (línea negra punteada). La línea roja expresa sus votos, registrados por el CNE, que pasan de 7,3 millones en 2006 a menos de 4 millones en 2024 (se proyectaron los 3,3 millones recogidos en el 83,05% de las actas al total, 100%). Pero, como porcentaje de la población mayor de 20 años –el grueso de los votantes—el sufragio chavista bajó de un 45,6% del total en 2006 a apenas el 17,2% en 2024. Y tales guarismos esconden las coacciones y ventajismos descaradamente aplicados por el madurismo para maximizar su votación, así como el acoso, los atropellos y la represión de la opción democrática representada por EGU y MCM.
Anexo:Elecciones en Venezuela.
Pero lo significativo no es sólo la tendencia sostenida de la votación fascista a la baja, sino que apunta a un quiebre definitivo de sus pretensiones de supremacía política que ni siquiera ellos están interesados en atajar. El torpe fraude de Amoroso y Maduro, alcahueteado por un tsj inmoral –sin publicar actas–, ha incrementado el rechazo de los venezolanos, más cuando la respuesta al justo reclamo ha sido una represión salvaje, alentadas por las acusaciones contra “terroristas al servicio del imperio” elucubradas por Torquemada Saab. Son miles los detenidos, incluyendo menores, y unos 30 muertos, algunos bajo custodia. Pero esta transmutación de la lucha a una guerra es socavada por tan precario apoyo político.
Al acabar por liquidar la institucionalidad republicana basada en la soberanía popular, el orden fascista de Maduro queda deslegitimado, definitivamente. Se retratan desnudos, apuntalados sólo por la traición de altos oficiales y la complicidad de corruptelas prolijeadas. Repudiados abrumadoramente adentro y en la mira de muchos países democráticos, no auguran solución alguna para el país. Tal estado de vulnerabilidad habrá de estimular el abandono de quienes buscan conservar algún futuro político y/o sus fortunas. Desde tal debilidad, ¿insistirán en robarle la presidencia a Edmundo González Urrutia el 10 de enero? Está en la familia venezolana, incluyendo los militares honestos, con apoyo de la comunidad democrática internacional, impedirlo. La única solución viable, es que el madurismo negocie su salida.
Economista, profesor (J) Universidad Central de Venezuela – humgarl@gmail.com
https://www.costadelsolfm.org/
No hay comentarios.:
Publicar un comentario