Mientras contemplan sus modelos en silencio, los macroeconomistas oyen a la distancia el resonar de una revuelta. Hace un año, el premio Nobel en economía, Joseph Stiglitz, anunció que el capitalismo pasaba por «una nueva crisis existencial», de la que culpó a la «ideología neoliberal». Hoy día, Robert Skidelsky proclama la llegada de una «revolución silenciosa en la macroeconomía». Martin Sandbu, del Financial Times, prefiere el plural, celebrando «las revoluciones hoy en curso en la macroeconomía».
Se supone que el primer principio del nuevo régimen postrevolucionario radica en la creciente aceptación de políticas fiscales agresivas. Incluso el Fondo Monetario Internacional –que alguna vez fue satirizado por querer imponer la austeridad fiscal en todo el mundo– recomienda ahora mayores estímulos fiscales para combatir la crisis.
Entonces, si en realidad estamos frente a una revolución, ¿de qué tipo es? ¿Deberían temer una guillotina intelectual los macroeconomistas convencionales?
En la práctica, un cambio radical ya está en curso. Según el Monitor Fiscal de enero del FMI, los déficits fiscales de 2020 promediaron el 13,3% del PIB en las economías avanzadas y el 10,3% entre los mercados emergentes, y superarán el 8% en ambos grupos de países en 2021. El FMI prevé que para el fin del año, la deuda pública bruta alcanzará el 99,5% del PIB mundial.
Nada de esto, sin embargo, obedece a una revolución conceptual. La idea de que en una trampa de liquidez –cuando las tasas de interés no pueden bajar más– la única alternativa posible es la política fiscal, constituye un elemento clave de la Teoría General de John Maynard Keynes. La gran mayoría de los macroeconomistas tradicionales recomendó una respuesta fiscal contundente frente a la crisis financiera de 2007-2009, e hizo lo mismo luego de la llegada del Covid-19. Unos pocos profesores afirman que al estímulo fiscal no le corresponde papel alguno, pero hay que buscarlos con paciencia hasta encontrarlos.
Lo que ha cambiado es la política. A fines de 2008, los asesores del presidente de Estados Unidos, Barack Obama, deseaban un estímulo fiscal de US$ 1,8 billones. El Congreso aprobó un paquete de menos de US$800 mil millones con la oposición de todos los representantes republicanos y 38 de los 41 senadores republicanos. El resultado fue muy distinto en marzo de 2020. El Congreso aprobó un paquete de estímulo por US$2,2 billones. Todos los senadores republicanos votaron que sí. ¿Qué había cambiado? El presidente, Donald Trump, era republicano.
En Alemania, la canciller Angela Merkel también ha logrado un vuelco total en materia de política fiscal: convenció al establishment económico híper conservador de su país no solo de incurrir en un déficit en 2020, sino también de emitir bonos junto con otros países de la Unión Europea –algo previamente tabú– a fin de financiar un fondo de €750 mil millones para la recuperación postpandemia.
El mundo de hoy es también muy diferente del que existía antes de la crisis de 2007-2009. En las décadas de 1980 y 1990, las tasas de interés reales eran positivas, y altas en algunos países. Un gobierno muy endeudado se veía obligado a destinar un porcentaje cuantioso de su presupuesto anual al pago de intereses, en vez de poder invertir esos mismos fondos en salud, educación, bienestar, o infraestructura verde. En tal situación, la mayor parte de los economistas –incluso los progresistas– recomendaba prudencia.
Hoy día, cuando la tasa de interés real es cero o menos, un país endeudado debe realizar pagos de intereses reales equivalentes a, bueno, cero. No es sorprendente, entonces, que economistas destacados, como Olivier Blanchard de MIT, afirmen que las tasas de interés bajas sostenidas dan margen para una deuda pública mucho más alta.
Una revolución conceptual sí ocurrió, pero fue en el ámbito de la política monetaria y partió hace más de diez años. Como consecuencia de la crisis de 2007-2009, los bancos centrales empezaron a hacer lo contrario de lo que tradicionalmente se receta. Bajo nuevas etiquetas –»relajación cuantitativa» y «alivio crediticio»– imprimieron billones de dólares de dinero fresco que primero utilizaron para adquirir bonos gubernamentales y luego bonos de empresas.
Hace décadas que nosotros, los macroeconomistas, les enseñamos a los estudiantes que en el largo plazo, el nivel de precios es más o menos proporcional a la oferta de dinero, de modo que si esta se duplica, la inflación acumulada eventualmente llegará al 100%. Sin embargo, en los 12 años posteriores a enero de 2008, la Reserva Federal multiplicó por tres la medida de dinero más común, y la inflación casi no varió. En el año transcurrido desde el comienzo de la pandemia, esa misma medida de la oferta de dinero se ha cuadruplicado, y la inflación aún no aparece.
Estos nuevos hechos empujaron a los macroeconomistas a apresurarse a revisar sus antiguos modelos. El cambio también obedeció a la constatación de que estas políticas monetarias «no convencionales» parecían funcionar, en el sentido de ayudar a restablecer la estabilidad financiera y a sentar un piso en las recesiones. En 2014, Ben Bernanke observó que «el problema de la relajación cuantitativa es que funciona en la práctica, pero no así en teoría». Desde entonces, los macroeconomistas han escrito docenas de artículos en que aclaran las condiciones bajo las cuales la relajación cuantitativa funciona tanto en teoría como en la práctica.
Sandbu pisa terreno firme cuando sostiene que se está gestando otro cambio fundamental: la creciente conciencia de que los equilibrios múltiples deben ser motivo crucial de preocupación a la hora de formular políticas. En un gráfico estándar, si las curvas de la oferta y la demanda se cruzan una sola vez, ese mercado tiene un solo equilibrio. Si se cruzan dos, tres o más veces, los equilibrios son múltiples.
Lo anterior tampoco es nuevo en términos conceptuales. La analogía del «concurso de belleza» (hoy políticamente incorrecta) que utilizó Keynes en su Teoría General apunta a los equilibrios múltiples. En 1965, el economista británico Frank Hahn publicó un famoso ensayo en el que demostraba que todas las economías monetarias tienen más de un equilibrio.
Las consecuencias prácticas son enormes. Si más de un equilibrio es factible, entramos en el dominio de las profecías autocumplidas: el pesimismo acarrea resultados acerca de los cuales no cabe sino ser pesimista; y el salto de un equilibrio bueno a uno malo puede producirse de manera súbita y sin advertencia. Las autoridades monetarias y fiscales están cada vez más conscientes de este peligro. Como lo señala Blanchard, el riesgo que presentan las crisis de confianza y las corridas contra la deuda, constituye el argumento de mayor fuerza para rebatir la idea de que el incremento de la deuda pública es seguro.
El afán de evitar un equilibrio malo puede llevar a un activismo cuasi revolucionario en la formulación de las políticas, como cuando el entonces Presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, prometió en 2012 que el BCE haría «lo que fuera necesario» para salvar el euro. Pero, el riesgo de un pánico autocumplido también puede requerir prudencia, y no fervor revolucionario, al formular políticas. Si a los reguladores les preocupan las corridas bancarias, exigirán a los bancos mantener reservas monetarias más altas por cada dólar que reciben en depósitos. Si a uno le preocupan las corridas contra la deuda pública, entonces votará por políticos partidarios de endeudarse menos, y a plazos más amplios.
En su canción homónima, los Beatles revelan escepticismo ante las promesas de revolución:
«You say you want a revolution Well, you know We all want to change the world You tell me that it’s evolution Well, you know We all want to change the world«
[Dices que quieres una revolución Bueno, sabes Todos queremos cambiar el mundo Me dices que es evolución Bueno, sabes Todos queremos cambiar el mundo]
En la macroeconomía, los eventos recientes no sugieren revolución, sino evolución. Y es esta –la adaptación a hechos nuevos– la que produce cambios duraderos en el mundo.
Traducción de Ana María Velasco
Andrés Velasco, excandidato a la presidencia y ex Ministro de Hacienda de Chile, es Decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics and Political Science.
En la macroeconomía, los eventos recientes no sugieren revolución, sino evolución. Y es esta –la adaptación a hechos nuevos– la que produce cambios duraderos en el mundo.
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