Twitter: @FernandoMiresOl
Los miro y los vuelvo a mirar. Cada vez un detalle nuevo. Algunos destrozaban objetos, otros simplemente los robaban. Los más bestias, disparaban. Pero los de la mayoría no sabiendo que hacer, daban vueltas como sonámbulos por las salas del Capitolio, algunos mirando para todos lados con cierto temor, otros como si estuvieran visitando un museo. Les habían dicho que ellos son el pueblo y que el Capitolio es del pueblo, aunque no parecían muy convencidos. Pero era cierto: el Capitolio, en estricto sentido del término, pertenece al pueblo.
El poder pertenece al pueblo y el pueblo lo delega a sus representantes. Pero cuando sus representantes no los representan, el poder debe volver al pueblo. Sea en el formato de Rousseau o en el de Locke, esa es la base de todo contrato social. Tal vez los asaltantes pensaron lo mismo.
Les habían asegurado que el derecho de los derechos, el de elegir a su Presidente, había sido robado por una clase política fraudulenta. Si eso hubiera sido cierto y no una mentira inventada por el todavía presidente, convertido de pronto en caudillo de multitudes irredentas, habríamos presenciando una grandiosa revolución: la revolución del pueblo en contra de una clase políticamente dominante.
Una edición norteamericana de la toma de la Bastilla o del Palacio de Invierno. El problema, el “pequeño problema”, es que la que veíamos en la pantalla no era una revolución en contra de un zar inclemente ni en contra de una monarquía absoluta sino en contra de la máxima representación de la democracia moderna: el parlamento. Un levantamiento ultrademocrático en contra de la democracia representativa. Nada menos
¿Levantamiento ultrademocrático? Preguntarán algunos. Entiendo perfectamente el justificado asombro. Su origen reside seguramente en la excesiva positividad que hemos otorgado al término democracia. Así es: durante mucho tiempo hemos partido de la premisa de que todo lo democrático es bueno solo porque es democrático. No hemos tomado en cuenta que conceptos como los de libertad, justicia y, sobre todo democracia, a los que consideramos consustanciales a la cultura política moderna, también pueden ser pervertidos.
Aún no nos habíamos dado plena cuenta de que la libertad total conduce a la locura, de que la justicia total conduce a la guillotina (o al paredón) y de que la democracia total conduce a la destrucción de la democracia.
Se puede ser extremista y democrático a la vez y no es contradicción. Los extremistas democráticos del Capitolio eran tan democráticos que no vacilaron en asaltar un edificio histórico que separaba al gobierno de la que ellos imaginaban era la voluntad del pueblo, tan democráticos que no aceptaban que entre gobierno y pueblo existieran instancias mediadoras, tan democráticos que no concebían que entre el que imaginaban líder del pueblo, Donald Trump, y su pueblo, se interpusieran constituciones e instituciones. Tan democráticos, en fin, que en nombre de la democracia terminaron por convertirse en democratistas.
¿Democratistas?
La diferencia entre un demócrata y un democratista es fundamental. A diferencias de un demócrata, el democratista no acepta límites dentro de una democracia. El demócrata en cambio, sabe que sin límites toda democracia termina derrumbada sobre sí misma. Esos límites son instituciones cuyos objetivos consisten en regular las relaciones entre el pueblo – convertido en ciudadanía en el marco de un sistema que no solo contempla derechos sino, además, deberes– con el Estado.
El demócrata, visto así, defiende a la democracia en forma mientras el democratista a la democracia informe.
Es la razón por la cual los movimientos, partidos y gobiernos nacional-populistas de nuestro tiempo no dirigen su artillería en contra de la democracia liberal —como creen sus defensores— sino en contra de las instituciones que dan forma a la democracia, sea esta liberal o no. Esas instituciones son los partidos políticos y, por cierto, el lugar donde actúan esos partidos: el parlamento: la “polis nacional” de nuestro tiempo.
Para poner las cosas en relación coherente, podríamos decir que no son los democratistas los que han llevado a la crisis de la democracia sino está última es la que ha hecho posible el avance del democratismo. Sobre las razones que han llevado a esa crisis he escrito otro artículo. Baste agregar aquí que la misión de los democratistas es profundizar al máximo la crisis hasta el punto de que un pueblo representado en un caudillo o líder situado más allá de la constitución y de las instituciones, ponga punto final a la discusión pública.
“Se acabó la diversión, llegó el comandante y mandó parar”, decía una canción democratista (Carlos Puebla) poco antes de que Fidel Castro se hiciera del poder total en nombre del pueblo.
Ya no podemos cerrar más los ojos: la democracia, no solo la liberal, está siendo asediada. Los movimientos nacional-populistas irrumpen incluso en países considerados modelos de la democracia moderna. Podemos llamarlos chusmas, turbas, hordas, u otros nombres peyorativos. Lo que no podemos negar es que representan auténticos movimientos populares. Nos guste o no, actúan de modo coordinado, organizados con disciplina y objetivos, entre ellos, desbancar a los que los trumpistas llaman el establishment (o “la casta” en la versión de Podemos en España, o “las cúpulas podridas” en la versión facho-chavista). Dicho en tono más académico, el objetivo de los democratistas es derrocar a la “clase política”. Su ideal es una democracia radical, vale decir, sin políticos ni política.
Formados en la sociedad civil, asociados en organizaciones no gubernamentales y en movimientos muy estructurados, los democratistas son de verdad revolucionarios: a su modo representan una rebelión del demos no en contra de la cracia, pero sí en contra de las instituciones de la demo-cracia. En Alemania, por ejemplo, ya lograron apropiarse del lema libertario que llevó a la caída del muro: “Nosotros somos el pueblo”.
A través de ese lema los nacional-populistas reclaman las rescisión del contrato social vigente, la devolución del poder al pueblo para asumirlo directamente a través de sus líderes. El “nosotros somos el pueblo”, que en la Alemania comunista buscaba expropiar a una dictadura, es ahora usado en contra del poder institucional delegativo. Quiere decir: “Nosotros somos el pueblo” y no los diputados y senadores que dicen representarnos, nosotros y no los emigrantes, nosotros y no los académicos e intelectuales, nosotros y no los virólogos.
Ha llegado el momento de entender: las instituciones que dan forma a la democracia nacieron para representar al pueblo. Eso significa, para impedir que el pueblo, o de algunos en nombre del pueblo, hagan ejercicio directo del poder. No solo nos protegen de tentaciones dictatoriales, sino también del mismo pueblo cuando es conducido por populistas y demagogos.
En consecuencias, lo que hay que defender no es tanto la democracia liberal (cada uno puede entender por ella lo que quiera) sino la democracia institucional.
No será impertinente recordar que los totalitarismos del siglo XX nacieron en las propias entrañas del pueblo. Todos irrumpieron como anti-establishment en contra de “la clase política” y, por supuesto, en contra del parlamento. Ya sea en nombre del pueblo-nación, del pueblo-clase o del pueblo-masa, todos encuentran sus orígenes en movimientos democratistas. De ahí que, si tuviéramos que definir en breves palabras la esencia del democratismo, habría que decir: el democratismo es la democracia sin instituciones. Y como no puede haber política sin instituciones, ha llegado el momento de defender a la política a través y a favor de las instituciones que la representan.
La democracia no parlamentaria, vale decir, la democracia democratista, sin leyes ni delegaciones, sin debates ni controversias, ha sido y es antesala de toda dictadura.
Nota adicional para lectores venezolanos
Cuando el 23 de enero de 2019 el diputado Juan Guaidó, en representación de la Asamblea Nacional, se juramentó como presidente interino, declarando fraudulentas las elecciones presidenciales en las cuales la oposición mayoritaria no había participado (20-M-2018) e imponiendo en nombre del pueblo una estrategia que ponía en primer lugar el derrocamiento (no electoral) de Maduro, abandonó la línea democrática (electoral, pacífica y constitucional) asumida por la oposición en el pasado, para transformarla en una línea democratista, vale decir, no-institucional.
El 6-D- 2020, cuando esa oposición democratista pero ya no demócrata, entregó la Asamblea Nacional al gobierno de Nicolás Maduro, Venezuela fue convertida en un país atrapado por dos democratismos: el de un gobierno que en nombre del pueblo usa las elecciones en contra de las instituciones y el de una oposición que en nombre del pueblo hizo abandono de la institución más política del pueblo, en aras de una insurrección que no tenía con qué llevar a cabo.
El espacio político-democrático fue vaciado.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.
El 6-D- 2020, cuando esa oposición democratista pero ya no demócrata, entregó la Asamblea Nacional al gobierno de Nicolás Maduro, Venezuela fue convertida en un país atrapado por dos democratismos: el de un gobierno que en nombre del pueblo usa las elecciones en contra de las instituciones y el de una oposición que en nombre del pueblo hizo abandono de la institución más política del pueblo, en aras de una insurrección que no tenía con qué llevar a cabo. El espacio político-democrático fue vaciado.
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