Si hay méritos, el orgullo es un derecho; si no los hay, se trata de vanidad. José Ingenieros.
Expresaba Santayana hace tiempo, y mantiene su vigencia aún, que “vivimos una barbarie que en política se caracteriza por la tiranía democrática, el egocentrismo nacionalista, la comercialidad a ultranza y la fatuidad criminal de los revolucionarios que no quieren ayudar a los pobres sino acabar con la idea de pobreza.”
El mundo anda mal en todos los órdenes, sobre todo en lo económico, lo social y lo político porque los líderes a nivel planetario, salvo honrosas excepciones, han sucumbido ante la práctica de los antivalores. La ética en las relaciones internacionales comerciales e incluso culturales y deportivas, está quedando más como una referencia teórica que una praxis principista y de valores. Lo que ocurre diariamente en todas las latitudes es para sentir vergüenza por el comportamiento de los líderes en lugar de ser ejemplos para la humanidad.
Un líder medianamente inteligente capta en el lenguaje y en las acciones las condiciones y características humanas de su interlocutor, es obvio que no se puede ignorar las verdaderas intenciones de quien invita tratando de hacer creer que su ideología atrasada responde a fundamentos científicos; que su adoctrinamiento es un proceso de transformación educativa;´que su visión de sociología rural es la alternativa ante la economía global; que su fe cristiana es tan amplia que cabe su sincretismo religioso; que tiene una visión particular, distorsionada y acomodaticia de la historia y se regocija con una aplicación sectaria del derecho y la justicia.
Esta es una situación que no debe ser ignorada por ningún gobernante mundial, en aras de salvaguardar intereses meramente materiales. Los principios y valores democráticos se han debilitado a escala planetaria. La ética en el liderazgo presidencial se ha vuelto maleable y se ha ablandado la conciencia humana de los dirigentes, al extremo de ser complacientes con cualquier ocurrencia de un ignorante con ínfulas de nuevo rico o con arrebatos propios de Miguel de Unamuno en sus célebres afirmaciones para quien “la vida imperecedera en el infierno sería preferible a cualquier tipo de vida finita” simplemente porque se creyó inmortal y con el poder suficiente de vencer a la muerte.
Vanidad de vanidades, todo es vanidad, dice el Eclesiastés. Hemos observado todo lo que sucede bajo el sol y hemos visto que todo es vanidad y atrapar vientos. Lo torcido no puede enderezarse. Lo que falta no se puede contar, continúa. Todo eso lo hemos podido evidenciar, donde los comportamientos sórdidos de los arrebañados en torno al poder han intentado doblegar la dignidad de los venezolanos.
Igualmente hemos sido testigos del costoso itinerario que ha permitido satisfacer la vanidad de quienes se pavonean por el mundo, engreídos como César, considerándose merecedores de una alfombra del tamaño de su vanidad y del color de su maldad..
En ese incesante afán de atrapar vientos, se sienten cómodos visitando imperios, como el antiguo Persa, soñando con volar en una de sus mágicas alfombras para que el holocausto nuclear, lo cual los aterra, no los alcance; el imperio soviético, al lado de modernos zares hoy convertidos en vulgares traficantes de armas; el imperio español que, historia de colonización y reyezuelos aparte, puede ser hoy un gran socio energ[etico por estos tiempos de gaseoso imperio revolucionario venezolano; o a sus amigos tiranicos tratando de conseguir con ellos la fórmula para mantenerse en el poder hasta el fin de los tiempos.
En sus desvaríos vanidosos han llegado a ofrecer ayuda al odioso imperio norteamericano para poder salvar juntos al mundo de tantas calamidades provocadas por el capitalismo salvaje, terminando triunfantes con su gira hollywoodense en el balcón del Palacio de Miraflores para hablar de su grandiosa epopeya y de los beneficios que el pueblo venezolano recibirá a futuro.
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