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Julio Portillo: Necesitamos entonces promover el regionalismo como protesta al excesivo centralismo en todos los órdenes. Tenemos que despertar la conciencia política de la provincia.

miércoles, 7 de marzo de 2018

Ricardo Hausmann: Cómo (re)nacen las democracias

Las cosas en la vida parecen obvias, cuando se mira hacia atrás. El desafío consiste en comprender eventos y tendencias antes de que pasen, lo que es de especial importancia cuando se trata de la desaparición de la democracia.

En su excelente último libro, How Democracies Die (Cómo mueren las democracias), Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, profesores de la Universidad de Harvard, emplean la experiencia internacional para analizar este tema. En casos recientes, como Hungría, Polonia, Turquía y Venezuela, o en más antiguos, como Italia, Alemania, Argentina o Perú, la democracia no murió porque un gobierno elegido hubiera sido derrocado, sino por obra de los líderes electos.

El modus operandi es sorprendentemente similar. Un demagogo populista elegido elimina o debilita los mecanismos de control y equilibrio de su autoridad socavando la independencia del poder judicial y de otras instituciones, restringiendo profundamente la libertad de prensa, desnivelando la cancha para que sea más fácil ganar elecciones, y deslegitimizando y encarcelando a sus adversarios políticos.

Venezuela proporcionó muchas de las lecciones que citan Levitsky y Ziblatt: su democracia ya es un cadáver. La cuestión allí es cómo resucitarla, un desafío que se hace más difícil por la hiperinflación y la catástrofe humanitaria que vive el país. ¿Debería Venezuela postergar el restablecimiento de la democracia y enfocarse en destituir al presidente Nicolás Maduro y en reactivar la economía, o debería restablecer la democracia antes de abordar los problemas económicos?

Esta pregunta revela las contradicciones fundamentales de la democracia liberal, recientemente discutidas por Dani Rodrik. Al fin y al cabo, el liberalismo clásico se basa en la protección equitativa de derechos inalienables, como los relativos a la vida, la libertad y la propiedad, mientras que la democracia se basa en el gobierno de la mayoría, lo cual puede atropellar los derechos de las minorías, entre ellas los capitalistas, los empresarios, y los altamente capacitados. Esto es lo que ha hecho Maduro, al igual que su predecesor, Hugo Chávez.

Históricamente, en Europa el liberalismo precedió a la democracia. Como sostiene en su libro Contesting Democracy(Impugnando a la democracia), Jan-Werner Mueller, de la Universidad de Princeton, la combinación de estos dos principios, que ocurrió cuando se amplió el derecho a voto a fines del siglo XIX, generó un compuesto inestable. Por un lado, existe el peligro de lo que Fareed Zakaria ha llamado la “democracia iliberal“: gobiernos elegidos que no respetan los derechos civiles. Por el otro, existe lo que, en su libro reciente, Yascha Mounk, de la Universidad de Harvard, llama el “liberalismo no democrático”: regímenes que protegen los derechos individuales y la igualdad jurídica, pero que delegan las políticas públicas a entidades tecnocráticas no elegidas, como los bancos centrales y la Comisión Europea.

En la mayor parte de los países, el bienestar de la mayoría depende de que capitalistas, empresarios, administradores y profesionales estén dispuestos a organizar la producción y a crear empleo. Pero es improbable que dichas elites lo hagan sin que se protejan sus derechos civiles y de propiedad. Al organizar la producción a través del Estado, el comunismo se puede interpretar como el intento de no tener que depender de estas elites. Pero cuando se las excluye, se produce una escasez de capital financiero y de knowhow. Por lo tanto, uno de los principios básicos que forman el núcleo de la democracia liberal es el reconocimiento de los derechos que las minorías clave valoran y que son fundamentales para generar beneficios más amplios.

Lo sucedido en Venezuela se puede entender como un proceso de dos pasos, en el que primero se destruyó el liberalismo, para desempoderar a las elites productivas. Esto se logró eliminando en la práctica los derechos de propiedad, lo que produjo un enorme éxodo de quienes podían organizar la producción. No es casualidad que este proceso haya coincidido con un auge petrolero y un endeudamiento externo masivo.

La abundancia de dólares convenció a la camarilla gobernante de que el Estado podía reemplazar a la elite productiva a través de la nacionalización y otras formas de propiedad colectiva. En realidad, no la pudo sustituir, pero un torrente de importaciones baratas enmascararon la espectacular ineficacia de la producción estatal. Mientras duró el espejismo, el sistema pudo tolerar elecciones moderadamente competitivas: el país se había transformado en una democracia iliberal.

Pero en 2014, cuando se desplomó el precio del petróleo, la máscara se cayó, y la economía implosionó. Para diciembre de 2015, el electorado eligió una Asamblea Nacional con una mayoría de oposición de dos tercios, indicando así a Maduro y a sus secuaces que ni siquiera una democracia altamente iliberal sería suficiente para conservar el poder. En ese momento, Venezuela se convirtió en una verdadera dictadura.

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