La lluvia fue colando la tragedia en cámara lenta.
Un desquite, cruel y repentino, de la naturaleza nos cayó encima. El castigo resultó fuerte. Ampliado por las agresiones, imprevisiones y negligencias humanas. Se responde con acciones remediales o que crean otros problemas a la población en vez de comenzar a remover las causas. Afortunadamente el país volvió a mostrar su talante solidario. La calamidad del otro se sintió como propia. La gente, sobre todo abajo, dejó a un lado diferencias artificiales y se dispuso a ayudar hasta donde alcanzara. Sin embargo, la solidaridad de calle no tuvo el vigor y el alcance de 1999.
En esta oportunidad no todos guardaron el hacha de la guerra. El sector oficial inmediatamente alineó el desastre a su agenda de imposición progresiva del socialismo autoritario. Politizó la tragedia por la calle del medio. El primer indicador fue desbaratar la demanda de unidad para coordinar las labores. El segundo, trasladar su óptica maniquea a la fabricación de responsables, convirtiendo en culpables al capitalismo y a sus "agentes internos" que son automáticamente todos los que adversen, disientan o propongan algo distinto al Presidente.
Se procura aprovechamiento político de la situación cuando, con cara de socorrista improvisado, el Presidente anuncia villas para todos porque no pudo tener refugios disponibles para nadie. Pretende tapar el descuido y la falta de preparación de su gobierno con un simbólico traslado de 26 familias, no todas damnificadas, al segundo sótano del Estacionamiento de Miraflores y otras a Fuerte Tiuna a dormir en colchonetas en el suelo. ¿Y la suerte de las otras 25.000 familias? Irrita que el manejo oficialista de las inundaciones comience a tratar la desgracia como un reality show. Se revela otra dimensión de la política sin ética, con una cúpula "revolucionaria" obsesionada en recuperar condiciones para su sobrevivencia en el poder. La triste operación comunicacional satisface dos necesidades del proceso: refrescar la imagen justiciera del Presidente. Y renovar las ilusiones en los sectores que aún tienen motivos existenciales y pragmáticos para volver a creer en las ofertas populistas del gobierno. Junto a estos objetivos comunicacionales se busca utilizar la tragedia para avanzar hacia la transición socialista. Se lleva al Parlamento la Ley de emergencia de tierras y vivienda o se adopta la decisión de tomar los hoteles para ubicar, por ejemplo, a quienes permanecían como invasores de los terrenos de la pepsicola en Catia.
Ambas son medidas que implican el uso del desastre como instrumento de control social. Surgen, inevitables, las preguntas. ¿Está el país preparado para un desastre cuya punta apenas se asomó en este noviembre? ¿Existen los planes de contingencia frente a situaciones de desastre? ¿Se mantienen labores permanentes de prevención? Puntos como estos obligan a una respuesta negativa.
Recuerdan que las lecciones de aquel fatídico diciembre de 1999 se las tragó el tiempo. Ratifican que las falsas promesas no conducen ni a una política habitacional integrada al desarrollo urbano ni a evitar las construcciones en zonas de riesgo. Son puras relancinas manipulaciones a la intemperie.
Tal Cual
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