No hay duda de que avanzamos hacia el peor país posible. Salimos muy mal al comparar, internamente, algunos indicadores con sus valores de hace años o con su evolución en países suramericanos. Bastaría ver los índices de criminalidad, calidad educativa, deuda, dependencia alimentaria, inflación o exportaciones para apreciar el retroceso.
Viajamos a toda velocidad hacia el pasado. El llamado proceso ha encarnado su potencia destructiva en las instituciones y la economía, sin la imaginación suficiente para establecer en ellas nuevos motores ni generar en el plano social el reequilibrio necesario. Su versión desfasada de socialismo arroja todas las posibilidades por la borda. Especialmente la de aliar justicia social con libertad. Frente a su desesperada ofensiva para cimentar un ciclo de larga dominación política es inútil formular profecías. No conocemos bajo qué formas ni cuándo surgirán inviabilidades, contradicciones y desenlaces, pero sabemos que aparecerán. Esconder las crisis, la importada y las endógenas, conducirá a que salgamos de ellas con una sociedad menos justa y con más heridas abiertas.
Lo único que podemos suponer acerca del futuro es que pueda parecerse a cómo lo estamos ideando en el presente. Una declaración de intenciones que nos permite, en este trance complicado, asirnos a los deberes del presente frente a las incertidumbres del porvenir. Pero la gente observa, entre indignada y desconcertada, la dilatación de un vacío frente a la abierta operación para desacreditar la democracia y sus valores, levantar un muro de miedos paralizantes y quebrar la resistencia social que se ha mantenido admirablemente durante una década.
Se insiste en desarticular, anular y reducir a niveles de sobrevivencia cualquier vestigio de oposición dentro y fuera del aparato de poder. Se apuesta a que por la situación de debilidad que atraviesan y las dificultades para alcanzar niveles de unidad operativa, los partidos no serán capaces de adaptarse eficientemente a una lucha de resistencia que tiene, por primera vez, al Estado en su conjunto como contendor.
Pero al comprometer todos sus recursos en aplastar cualquier gesto de refutación, ¿a qué acudirá el poder cuando las aspiraciones colectivas de los trabajadores, los estudiantes, los profesionales, los buhoneros o los empresarios no puedan gozar de las garantías dispuestas en la Constitución Nacional para expresarse? ¿A qué apelará cuando la gente salte la barrera del miedo y la manipulación de las necesidades? Todo el mundo está avisado de su catálogo de ofertas: trabajadores sin contratación colectiva ni sindicatos; maestros sin Reglamento de Ejercicio de la Profesión docente y sustituibles por adoctrinadores; más propiedad estatal disfrazada de social; dominio del Estado por una persona y control absoluto del Estado sobre todas las actividades de la sociedad.
Cada vez más inclinado a operar fuera de la ley, renuente a construir democráticamente sus apoyos sociales, indiferente frente a la corrupción mayor y a su propia gestión, el poder incuba una pandemia de descontento. Para sofocarla nos está envolviendo con una cadena totalitaria. Tal Cual digital
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