lunes, 3 de noviembre de 2025

China necesita más capital para lograr la misma unidad de crecimiento y poder competir con Occidente


Fascinación fatalista,


China compite con Occidente, pero cada vez necesita más capital para lograr la misma unidad de crecimiento. Calle Wangfujing un famoso paraíso de compras en Pekín.

El Banco Central de Suecia —el más antiguo del mundo occidental— desde 1969 ha otorgado 57 premios Nobel de economía a 81 académicos. De ellos, seis premios han sido concedidos a economistas dedicados al estudio del crecimiento económico. El primero, en 1971, a Simon Kuznets. Después vinieron Theodore Schultz y Arthur Lewis (1979), Bob Solow (1987), Paul Romer (2018) y en 2024 les llegó el turno a la AJR: Daron Acemoglu, Simon Johnson y James Robinson. Este año les ha tocado a Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt. No puede haber mejor momento para dárselo: mientras el mundo anda despistado con aranceles, burbujas y coerciones varias, la realidad es que el crecimiento global se desacelera: en lo que va de milenio el crecimiento del PIB mundial ha pasado de crecer en torno al 3,7% al 2,8%. Parece una buena idea que mentes lucidas y rigurosas sean premiadas por sus trabajos sobre cómo se genera el crecimiento económico.

Solow nos enseñó que dependía de la productividad, Romer amplió el análisis a las fuentes endógenas, la AJR nos mostró el papel clave de las instituciones y este año Aghion y Howitt nos ha recordado el papel de la innovación y de la schumpeteriana destrucción creativa. Pero posiblemente sea Mokyr, el otro premiado, quien nos ofrece la perspectiva que mejor complementa nuestra comprensión del fenómeno: el crecimiento sostenido no es solo cuestión de capital o tecnología, sino de una cultura que valore el conocimiento útil, conecte ciencia y práctica, proteja la experimentación y tolere el fracaso. Lean su Cultura del crecimiento —o el Regalo de Atenea—. No se arrepentirán, porque aunque su análisis ponga el foco en cómo entre el siglo XVI y el XVIII se crearon las condiciones para que despegara la Revolución Industrial y eso les pueda parecer el entretenimiento de mentes intensas, es el mejor marco intelectual para responder a la pregunta que les desasosiega: ¿realmente China va a ser el imperio hegemónico en el que vivirán nuestros nietos?

En los albores de la Edad Moderna, Europa convirtió el escepticismo en método y la libertad en motor del conocimiento. China, con su confucianismo y centralización imperial, no fue capaz de tolerar esa cultura y selló su fracaso. Hasta ahora. Hoy el mundo mira a China con la admiración por su evidente poder y el miedo que produce su sistema de valores, que no es que sea distinto al nuestro sino simplemente ortogonal: o el suyo o el nuestro. Por eso vivimos sumidos en una fascinación fatalista: nos ganarán; la historia ya ha decidido por nosotros.

Mokyr, Solow y Romer traen el alivio. China ya estuvo allí y lo desaprovechó. Puede que tampoco tenga éxito esta vez. Es indiscutible que China domina las manufacturas globales —un 30%—, el 80% de los paneles solares, o el 75% de las baterías litio… pero su Productividad Total de los Factores —la medida real de eficiencia económica— está estancada desde 2008. Esta contradicción revela una verdad incómoda: China está comprando dominio tecnológico a un coste de eficiencia económica masiva. Cada vez necesita más capital para generar la misma unidad de crecimiento. Y más inversión, significa menos consumo privado. Si estos rendimientos decrecientes se combinan con una demografía aterradora —Naciones Unidas prevé una pérdida de 740 millones de habitantes hasta 2100— la única salida es la tecnología. ¿Pero cómo combinar innovación y creciente control político y social? ¿Cómo mantener políticas industriales con una crisis inmobiliaria? ¿Cómo seguir exportando tu inmensa sobrecapacidad a un mundo que ya no cree en la globalización?

China en el pasado optó por el control y la estabilidad interna, y en el XIX se topó con el siglo de la humillación. No le volverá a pasar. Mao, la Revolución Cultural, Deng Xiaoping y ahora Xi Jinping han demostrado que la cultura importa, pero que las culturas pueden transformarse más rápidamente y a través de más caminos de lo que el análisis histórico europeo sugería. China ha creado su propia “República de las Letras” pero no de intelectuales intercambiando ideas, sino de emprendedores, ingenieros y científicos compitiendo dentro de un marco nacionalista para construir el “Sueño Chino”. Es una cultura de crecimiento, pero definitivamente no es la europea. Y esa diferencia es lo que nos genera fascinación y fatalismo. Porque ¿y si, pese a todo, esta vez funciona? Yo no lo creo, pero admito que a mí lo que me fascina es el Siglo de las Luces, el escepticismo como método y la libertad de pensamiento.

El País de España

https://www.costadelsolfm.org/

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