
Trino Márquez
El pasado 21 de julio se reunieron en el palacio La Moneda, Santiago de Chile, cinco presidentes y jefes de Gobierno de esa corriente que suele identificarse con el nombre de progresismo. La derecha más rancia utiliza el calificativo con ironía. La izquierda lo enarbola con orgullo para distanciarse de las posturas más conservadoras y reaccionarias. A la cita, cuyo anfitrión era el joven presidente chileno Gabriel Boric, asistieron los presidentes de Brasil, Colombia y Uruguay –Luiz Inácio Lula da Silva, Gustavo Petro y Yamandú Orsi, respectivamente- y Pedro Sánchez, presidente del Gobierno español. Este nuevo encuentro fue una extensión de la reunión que hubo en octubre de 2024 entre Lula y Sánchez, en el marco de la Asamblea General de Naciones Unidas, cuyo propósito consistía en enfrentar los extremismos y la desinformación de las redes sociales.
En la cita de Santiago, que llevó por lema Democracia siempre, se mantuvieron esos mismos propósitos y se agregaron otros: fomentar el multilateralismo, promover la reducción de las desigualdades sociales y regular las tecnologías emergentes, cuya expansión e impacto en la vida global son cada vez más inquietantes.
No hay dudas de que el progresismo debe ajustarse a los tiempos que corren. Comprender los cambios que están ocurriendo en el plano internacional, sacudirse el fantasma del Foro de Sao Paulo, que transpira tanto izquierdismo dogmático, y elaborar nuevos criterios para evaluar las transformaciones que se dan en el planeta.
El auge de los movimientos, partidos y gobiernos de ultraderecha en Europa y América Latina, y la presencia de Donald Trump en la Casa Blanca, expresión del neoproteccionismo, el culto a las superpotencias y el supremacismo blanco, tienen que constituir un motivo de preocupación para los líderes progresistas que levantan las banderas de la democracia, la defensa de los derechos humanos, la inclusión y los equilibrios sociales. El crecimiento de la derecha y los movimientos xenófobos en los países del Europa del este, en Alemania –donde AfD (Alternativa para Alemania) ha experimentado un incremento sorprendente- en España –donde Vox se ha afianzado entre los votantes menores de 35 años- e, incluso, la solidez de grupos ultraderechistas en las naciones nórdicas, tiene que representar una fuente de intranquilidad para toda la izquierda democrática del globo.
En Latinoamérica también existen motivos para alarmarse. El bolsonarismo, con sus expresiones xenófobas, machistas y supremacistas, tiene que ser combatido. Brasil es el país más poblado y con la economía más grande del continente. En Argentina, los factores que apoyan a Javier Milei sienten un culto sacrosanto por las fuerzas del mercado, sin que les importe mucho los temas ligados a la gobernabilidad democrática y a la búsqueda de la equidad social. El culto ciego al mercado, mercadolatría, del mileirismo es equivalente a la estadolatría de la izquierda marxista, cuya guía reside en el control e intervención masiva del Estado en la economía y en toda la vida social. En El Salvador, Nayib Bukele ha devenido en un autócrata que controla el Congreso, somete al Poder Judicial y pisotea los derechos humanos con total impunidad. De seguir como va, podría gobernar ese pequeño país durante las próximas décadas, sin ningún tipo de contrapeso institucional.
No tengo dudas de que los líderes progresistas del planeta tienen suficientes motivos para inquietarse y promover encuentros en los que se fortalezca el ideario democrático y la justicia social, tan depreciada por quienes ven el mercado como si se tratase del Vellocino de Oro.
Mi queja con esos dirigentes se ubica en que los peligros contra la democracia y la inclusión no se encuentran solo por el lado de la derecha. También por la franja izquierda existen amenazas igualmente graves. Sin embargo, los presidentes progresistas no las ven, o no quieren verlas, con lo cual se convierten en cómplices de los desmanes de los gobiernos y movimientos de izquierda.
Ni durante la reunión en La Moneda ni en la declaración final de los presidentes, se mencionó o se aludió al régimen de terror implantado por Daniel Ortega y la señora Rosario Murillo, su esposa, en Nicaragua. No se dijo nada sobre el exterminio de la oposición democrática, la expulsión de periodistas, defensores de los derechos humanos, sacerdotes católicos y escritores afamados, como Sergio Ramírez. En este caso, no se trata de un grupo que aspira a gobernar, sino de una camarilla entronizada en el poder desde hace casi dos décadas. Por supuesto que a la dictadura cubana los presidentes no la tocaron ni con el pétalo de una rosa. Casi siete décadas de existencia de esa dictadura oprobiosa, no han sido suficientes para que el progresismo la condene sin atenuantes, como hacen con los regímenes autoritarios de derecha. Con el señor Evo Morales también los mandatarios actuaron con una benevolencia desmedida. Morales se ha dedicado a torpedear la siempre frágil democracia boliviana. No descansa en su empeño de volver a ser presidente de Bolivia, a pesar de estar inhabilitado por haber promovido un golpe de Estado en 2019, luego de gobernar durante trece de forma continua. Al exmandatario, el progresismo le perdona un comportamiento que a la derecha se le recrimina sin cortapisas.
El doble rasero utilizado por el progresismo debilita la lucha contra el neofacismo, el supremacismo xenofóbico y el nacionalismo de la ultraderecha más agresiva. La cumbre progresista quedó en deuda con la democracia. Esperemos que en el próximo encuentro rectifique.
@trinomarquezc
No hay comentarios.:
Publicar un comentario