La China de nuestros días se ha consolidado como una de las grandes potencias económicas del siglo XXI. Se ha dicho que su economía representa 20% del PIB mundial —calculado en dólares nominales de los Estados Unidos de Norteamérica, esto es, sin considerar la tasa de inflación y su impacto sobre el poder adquisitivo de la moneda—, ocupando el segundo lugar en volumen de deuda pública (88,33% del PIB). Según las cifras oficiales, su economía continúa expandiéndose —5% al cierre de 2024—, aunque se evidencia un declive con respecto a ejercicios anteriores. La industria manufacturera ha sido, indudablemente, el motor del crecimiento y sostén de las exportaciones de bienes de consumo y productos intermedios —insumos destinados a la elaboración de otros bienes—. Simultáneamente el sector servicios y el consumo interno han ganado y siguen cobrando importancia, al compás de las políticas públicas que intentan estimular la demanda efectiva —la que realmente se materializa en un período determinado— y el crecimiento económico. Quede claro que la inversión ha sido determinante, tanto como la industria abocada al mercado de exportación —el consumo interno de bienes y servicios sigue siendo ostensiblemente inferior al que corresponde a naciones desarrolladas—.
Dicho lo anterior, son igualmente obvias las razones del crecimiento económico registrado en lo que va de siglo: estímulo y suficiente acogida a la inversión extranjera de capital, conjugada con exiguos salarios —comparativamente hablando— y un decidido apoyo gubernamental a las exportaciones. Ha devenido pues en potencia económica mundial —se ha dicho que la primera en volumen de exportación—, bien posicionada en investigación y desarrollo, ciencia y tecnología, telecomunicaciones e industria espacial. Todo ello bajo una presunta política socialista al estilo chino —se ha conjugado el capitalismo de Estado con la iniciativa privada, siempre bajo el inamovible liderazgo del partido comunista, cuya ideología expresada en normas jurídicas, regulaciones e instituciones férreamente controladas por la clase política dominante, no admite el pensamiento alternativo—.
Las cifras oficiales, suelen indicar que más de 700 millones de almas salieron de la pobreza que había envuelto a la china continental de las últimas décadas del siglo XX. Vino a conformarse una vigorosa clase media alrededor de los grandes polos de desarrollo endógeno —Shenzhen, Beijing, Shanghái, Guangzhou, entre otros—, lo que terminó por fomentar una clase media emergente que no solo elevó los estándares de vida de buena parte de la población, sino además la hizo más ambiciosa, exigente y contestataria con la autoridad gubernamental constituida —entre otras cosas, las telecomunicaciones abiertas a los medios de prensa globales y otras vías de difusión de nuevas ideas, así como los viajes al exterior, no solo estimularon las comparaciones con modelos y costumbres occidentales, sino además contribuyeron a fraguar un espíritu crítico que en los últimos tiempos se había manifestado con ímpetu—. Todo ello explica la reacción del Partido Comunista chino y de su líder máximo Xi Jinping, quien ha instrumentado cambios sustanciales en la política interna, concentrando mayores poderes en la Presidencia de la República Popular —esta igualmente entendida a lo chino— e imponiendo una inflexible disciplina partidista que terminó por extirpar viejos liderazgos concurrentes. Lo más significativo de todo esto, es que se ha afianzado un nuevo pensamiento político sustentado en el socialismo a que hicimos referencia previamente —al estilo chino—, supuestamente acorde a una nueva era que conjuga un pensamiento marxista reinterpretado y la renovación nacional que aún no sabemos adónde llegará finalmente.
Xi Jinping dirige una política exterior que ante todo pretende afirmar los intereses nacionales, mientras se muestra todavía renuente a tomar parte en iniciativas que hagan uso de la violencia armada —sus reiteradas posturas en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, aun cuando estuvieren de por medio aliados cercanos, terminan por confirmar este aserto—. Pero se trata en esencia de una diplomacia proactiva, manifestada en el impulso a iniciativas de cierta envergadura, como es el caso del proyecto que pretende conectar al gigante asiático con países situados en varios continentes —la construcción de carreteras, puertos y vías férreas que faciliten el tráfico comercial y de personas—. Naturalmente, ello conlleva el fortalecimiento de las buenas relaciones con otros países, sobre todo aquellos en vías de desarrollo presentes en la ruta trazada y para lo cual se instrumentan mecanismos que favorecen la cooperación económica y la inversión.
No podemos obviar la campaña anticorrupción adelantada por Xi Jinping, resultante en acciones concretas que han llevado a juicio a funcionarios públicos involucrados en prácticas cuestionables tanto en asuntos internos, como en cuestiones de alcance internacional —China, sin embargo, se ha mostrado un tanto reticente, cuando median intereses geopolíticos y económicos que involucran a regímenes objetables, tal y como hemos visto en tiempos recientes—.
El cambio político sobrevenido a que hicimos referencia en líneas anteriores, sin duda tendrá un impacto desfavorable sobre la innovación empresarial y en lo relativo al empuje de la iniciativa privada —y de la inversión extranjera— que han caracterizado y sustentado el espectacular desarrollo de la economía china en las últimas décadas. A ello se añaden las acusaciones de usurpación de la propiedad intelectual, vale decir los derechos de autor, marcas registradas, secretos comerciales y patentes —la indefensión a que han sido sometidos los titulares legítimos de esos derechos en las instancias del sistema judicial chino se sigue poniendo de manifiesto—. Todo esto erosiona la confianza de los agentes económicos —comenzando por los extranjeros—.
Es pues necesario intentar aproximarnos a una razonable comprensión de la China contemporánea, pues ello nos permitiría determinar la magnitud del desafío económico, social y político al que se enfrenta esa gran nación, así como también del reto de los países de Occidente que con ella concurren al escenario público internacional.
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