El ultranacionalismo pudiera descubrir muy tarde que las “instituciones globalistas progres”, que tanto odian, eran lo que evitaba un mundo lleno de conflictos

Sigo por acá con la transcripción de algunos pensamientos que he tenido por acontecimientos recientes allende nuestras fronteras. El contexto patrio aún lo permite, pues seguimos sin claridad sobre lo que la dirigencia opositora piensa hacer para que su reclamo sobre las pasadas elecciones presidenciales se concrete.
Sí, en la última semana hubo una noticia importante sobre Venezuela por primera vez desde los primeros días de enero, cuando el gobierno de Donald Trump anunció el fin de la licencia a Chevron que su predecesor otorgó. Pero lo que sea que ello implique en última instancia no parece que irá más allá de la política norteamericana hacia Venezuela entre 2019 y 2022, la cual ciertamente molestó a la elite gobernante venezolana, pero a la que esta supo adaptarse sin correr grave peligro. Entonces, si la oposición no obra de alguna forma desde adentro de la propia Venezuela, la posibilidad de un cambio político seguirá siendo poca.
Bien, pues, no solamente volveré a alzar la mirada hacia un contexto universal, sino que además lo haré de nuevo para manifestar mi consternación por un tema relacionado con el del artículo de la semana pasada.
No es casual que el desdén por la democracia en el Occidente desarrollado vaya a menudo de la mano de un ultranacionalismo que, más allá de reivindicar el orgullo patrio en el respectivo país, cae en lo patriotero, chovinista y ramplón. De hecho, ese nacionalismo exacerbado suele ser el pretexto para las actitudes autoritarias. Cada país es descrito paroxísticamente como si estuviera bajo un peligro existencial que justifica todo para su “salvación”. Entre los culpables están otros Estados y los organismos de cooperación multilateral que los congregan. Las alianzas geopolíticas y económicas son vistas como estorbos para el potencial de cada nación. Como se imaginarán, el interés de estos movimientos políticos en promover la democracia urbi et orbi casi siempre es poco o nulo.
Están radicados principalmente en Europa y Norteamérica, aunque tienen ecos en países latinoamericanos desarrollados. Como consecuencia, pese a que todo nacionalismo necesariamente debe tener características propias de su respectivo país, estos movimientos tienen puntos en común. Sobre todo, tienen enemigos en común. Aparte de las referidas organizaciones multilaterales, detestan toda pretensión de normalizar roles de género no tradicionales (lo que hacen el feminismo y el movimiento Lgbtiq), el multiculturalismo y la inmigración de personas que no son de ascendencia completamente europea. Estas coincidencias producen la impresión de que los diferentes movimientos ultranacionalistas son aliados naturales. En efecto, es frecuente que hagan causa común y que se celebren mutuamente sus triunfos electorales. Ahí está, verbigracia, el “Foro Madrid”, iniciativa del partido español Vox.
Ah, pero una “internacional ultranacionalista” es puro espejismo. La mismísima expresión supone una antinomia, pero veamos más de cerca, con un escenario hipotético. Si todos estos movimientos políticos tuvieran éxito en sus planes de tomar el poder, establecer gobiernos, no digamos autoritarios al nivel de Vladimir Putin en Rusia, pero sí de Viktor Orbán en Hungría; si cerraran sus países a la inmigración de quienes consideran indeseables e impusieran sus planes reaccionarios en todos los aspectos de la vida en sociedad; si desmantelaran los entes multilaterales por ser “burocracias progres que atentan contra la soberanía nacional”; si consiguieran todo esto, digo, ¿qué les quedaría para reunirlos? Nada. Porque nunca han estado cohesionados por una identidad sino por una negación. Están mancomunados por aquello a lo que se oponen (ese énfasis en el rechazo por encima de la defensa, lo que yo llamo “ontología negativa”, es, por cierto, algo muy propio de movimientos populistas y autoritarios).
Siguiente pregunta: una vez que todos estos señores se den cuenta de que se derritió el pegamento entre ellos, ¿cuál va a ser su relación? Puedo apostarles fuerte contra locha a que será una de conflicto, por una razón muy sencilla. El nacionalismo exacerbado pretende que el país propio siempre maximice sus beneficios a costa de los ajenos. Concibe el mundo como un juego suma cero, en materia tanto defensiva como económica. El país propio tiene que ser el que controle, directa o indirectamente, más territorio y recursos. Tiene que ser el que concentre toda la producción agrícola, industrial, etc. Tiene que ser el que mantenga un superávit comercial con el resto del mundo.
Obviamente, un solo país puede aspirar a semejante posición privilegiada. “America First” no puede coexistir con “La France D’Abord” ni con “Primero España”. El resultado será una competencia feroz entre países. Disputas territoriales amargas, carreras armamentistas, guerras comerciales, etc. Añádase lo que dije en el último artículo: que los regímenes autoritarios son mucho más caprichosos que las democracias cuando deciden irse a la guerra (no comercial, sino literal). Por eso, insisto, el mundo con el que fantasean los movimientos ultranacionalistas es un mundo mucho más peligroso que el que tenemos hoy.
El populismo exhausto
@AAAD25 Sigo por acá con la transcripción de algunos pensamientos que he tenido por acontecimientos…
Pero, además, la idea de un país que se lucra inconteniblemente a costa de los demás es ridícula. Todo país necesita un socio con al menos cierta riqueza para así venderle bienes. En uno de los libros más audaces de la segunda mitad del siglo XX, La economía libidinal, el filósofo Jean-François Lyotard concibe la economía como un intercambio de jouissances (o “gozos”, en la traducción aproximada del término francés en su acepción lacaniana). El mercantilismo de Jean-Baptiste Colbert, por el cual un país debía asegurar su supremacía sobre los demás acumulando todo el oro y toda la plata posibles y dejar a los demás sin nada, es descrito, entonces, manteniendo la relación conceptual con el psicoanálisis, como un sistema económico erótico y a la vez letal. Erótico porque, imaginando al Estado como un ser humano, le procura placer. Pero también letal porque esa búsqueda de placer es desmedida, no atiende al “principio de la realidad” y, al agotar los recursos ajenos, deja al país propio al final en una situación en la que no tiene con quién comerciar, lo que a su vez precipita su propia debacle.
Ya algunos movimientos ultranacionalistas empezaron a percatarse de esta ominosa posibilidad. En Francia, Agrupación Nacional, el partido de Marine Le Pen, en un principio saludó el regreso a la Casa Blanca de Trump. Ahora están alarmados por la promesa del presidente estadounidense de imponer aranceles a los países de la Unión Europea, lo cual golpearía duramente las exportaciones del agro francés, que incluye a buena parte de los votantes de Agrupación Nacional.
No obstante, son, hasta ahora, críticas tímidas que además solo ven la viga en el ojo ajeno. De tener éxito en sus planes, el ultranacionalismo pudiera descubrir muy tarde que las “instituciones globalistas progres”, que tanto odian, eran lo que evitaba un mundo lleno de conflictos. De manera imperfecta, como todo lo humano. Pero lo hacían. Puede que sea necesario reformarlas. Ciertamente no destruirlas. Se le atribuye a Oscar Wilde el aforismo de que “el patriotismo es la virtud de los viciosos”. Discrepo. Es sano que las sociedades sientan orgullo por lo que tienen o son capaces de hacer. Pero el patriotismo no debe degenerar en una patriotería que, de apoderarse de cada país, nos traerá un planeta bastante autodestructivo.
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