Republica del Zulia

Julio Portillo: Necesitamos entonces promover el regionalismo como protesta al excesivo centralismo en todos los órdenes. Tenemos que despertar la conciencia política de la provincia.

domingo, 23 de febrero de 2025

El terror no acaba en el Catatumbo a un mes de los conflictos armados del ELN


Bandera del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en Colombia. Raul ARBOLEDA / AFP

Doña Blanca Parada (Tibú, 49 años) se aferra al féretro blanco como si aún pudiera sostener el cuerpo de la menor de sus hijas. La rodean una decena de familiares. Todos llegaron desplazados hasta Cúcuta, una ciudad fronteriza en el noreste de Colombia, viviendo de refugio en refugio, con la vida en un morral y un par de bolsas. Su hija Johanna Quiñones (Puerto Concha, Venezuela, 18 años) es una de las 64 víctimas mortales de la renovada guerra en la región rural aledaña, conocida como el Catatumbo. Cayó herida el viernes 14 de febrero, con dos balas del fuego cruzado entre guerrilleros del ELN y miembros de la disidencia conocida como Frente 33, que tras una semana de tregua se citaron para enfrentarse a tiros en una carretera que conduce del municipio de Tibú a El Tarra. La casa de los Quiñones, en la vereda Villa del Río, quedó justo en medio de las casi tres horas de combate, entre la vivienda y una escuela infantil.

Por El País

Llevaban apenas una semana de vuelta en la casa de paredes y techos de madera. Antes, durante un mes, estuvieron desplazados: hombres del Ejército de Liberación Nacional (ELN) ordenaron desocupar toda la vereda en la madrugada del 16 de enero. Cuando iniciaron los disparos, sobre las nueve de la mañana, doña Blanca preparaba el desayuno para sus hijos y nietos. Johanna estaba en una de las habitaciones con sus tres sobrinos pequeños, de dos, tres y cinco años. Alejandra, su hermana de 25, la acompañaba. Se lanzaron al piso, se arrastraron, buscaron a los más pequeños y los protegieron, envolviéndolos en posición fetal. Y lograron custodiarlos, pero no a sí mismas. A ambas las alcanzaron las balas.

Los dos disparos que recibió Johanna atravesaron las tablas de madera de la cocina y la impactaron en la cabeza. Casi al mismo instante, Alejandra sintió un fogonazo entre la pierna y la cadera. Ambas gritaron pidiendo auxilio, con los niños sobre su pecho, pero las balas no pararon. Doña Blanca se arrastró por el suelo para intentar socorrerlas e intentó frenar la sangre que ya hacía un charco bajo sus cuerpos. Cuando los disparos se acallaron, casi tres horas después, y una tanqueta del Ejército se asomó por la vereda, los combatientes habían huido monte adentro.

Blanca se lanzó a la vía, en el camino del blindado, sin miedo a ser arrollada. Necesitaba que sus súplicas fueran escuchadas. “Los militares me gritaron que si estaba loca, que cómo se me ocurría atravesarme así. ‘Sí, estoy loca’, les dije. ‘Mis hijas se están muriendo y me estoy volviendo loca”, recuerda, sentada sobre una silla plástica en el parque abandonado del refugio de desplazados La Mechita, en Tibú. Apenas han pasado cinco horas desde que su vida cambió para siempre.

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