Mientras la vejez física acusa síntomas indudables – canas, temblores y arrugas-, la vejez política es cosa que no advierten quienes la padecen. Walter Montenegro.
No toda revolución, en términos generales, es mala. La revolución del conocimiento y de los procesos de enseñanza y del aprendizaje, por ejemplo, han aportado innumerables cosas favorables para el desarrollo de la humanidad y de las personas en forma individual, al extremo que hoy se habla de la sociedad del conocimiento. De allí la ineludible revolución educativa en todos sus niveles y modalidades que aún está pendiente en varios países.
Es decir, las revoluciones entendidas como cambios y transformaciones positivas en las instituciones que facilitan el funcionamiento de los países, pueden ser evolutivas o revolucionarias, según se utilice en mayor o menor grado la fuerza o la violencia para lograrlos.
La expresión Shakesperiana de que “el mundo esta desquiciado! Vaya faena, haber nacido yo para tener que arreglarlo!” parece ser el dilema que se han planteado los delirantes “revolucionarios” del mundo en su obsesiva lucha contra el imperialismo capitalista, sin percatarse que el ser humano, por regla general, es permeable a los cambios, más aún si éstos se plantean de manera clara, precisa, y se derivan expectativas favorables para ellos.
Para una acción revolucionaria se requiere no un líder carismático, porque el carisma, dice Peter Drucker, es en realidad la perdición de los líderes. Esta característica los convence de su infalibilidad y los vuelve inflexibles. En su lugar se necesitan líderes transformadores que son aquellos que a sus seguidores los convierte en líderes, no lémures, y a los líderes los convierte en agentes de cambio.
Las revoluciones sociales, tal como las conocemos, imponen cambios acelerados de carácter violento en las estructuras políticas, sociales, económicas y religiosas de un Estado o país, como las ocurridas en Inglaterra, Francia, Rusia o Cuba. Todas ellas han derivado en supresión de la libertad -léase a Proudhon en su “Idea general de la revolución”, y han sido regadas con sangre inocente. Ese, necesariamente es el costo de imponer modelos con una visión sectaria, fanática o idealista, en aras de una pretendida igualdad, contraria al derecho natural de toda persona de ser distinta y de vivir en libertad, con toda la carga existencial que éste concepto supone.
De allí que las revoluciones por esencia no son democráticas. La caricatura grotesca de la que se trata de imponer en Venezuela, mucho menos,
El Estado de Derecho reinante casi siempre será calificado de burgués y al servicio de cualquier cosa que pase por su mente, y deberá ser reemplazado por el derecho del Estado a decidir sobre el conjunto de relaciones sociales y el comportamiento de los individuos, constriñendo las libertades individuales en función de un interés colectivo que se abrogan las camarillas que logran apoderarse del poder.
La revolución social se convierte así por imposición de un grupo, en un fetiche, que debe ser venerada como un ídolo, para disfrazar el despreciable culto a la personalidad de quienes se creen con derecho a destruirlo todo para, sobre sus ruinas, construir una nueva sociedad utópica y un hombre nuevo, cuyos valores se centran en la veneración excesiva y supersticiosa de un hombre o de una cosa, como el mal llamado, en nuestro caso, “Socialismo del siglo XXI”, el cual no ha sido más que el demencial intento de aplicar en nuestra sociedad las categorías conceptuales creadas por el Marxismo del siglo XIX.
Estas si bien pueden ser reconocidas como un método importante para entender la lógica de funcionamiento del sistema capitalista, no proponen otras cosas más perjudiciales para la sociedad que la eliminación del derecho a la propiedad privada, la dictadura del proletariado, y la utilización de la figura del Estado como un instrumento de transición hacia una sociedad comunista, comparada sólo por sus fetichistas, con el paraíso terrenal.
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