El salvaje total y pre civilizado desconoció completamente toda libertad de conciencia y su natural resentimiento ante quienes la mostrasen en su presencia habría sido fruto de su indignada perplejidad. Pero el salvaje que subyace en cada hombre civilizado —en nuestros anhelos atávicos de retorno a la tribu— la conoce y con ello puede —como criatura racional que es, aunque a disgusto— sospechar la relación entre los bienes materiales de la civilización, la libertad en el orden social y la libertad de conciencia. Pero el poderoso atavismo ancestral que disfraza al vicio antisocial de la envidia de cualidad moral, sustituye en quien se rinde ante su salvaje interior, a la perplejidad del salvaje original por la dolorosa culpa del que rindió su individualidad civilizada ante su salvaje envidioso interior.
Y como alguna vez me dijo Asier Morales Rasquín, racionalizar la culpa en otra cosa es una respuesta esperable, difícilmente sana, pero emocionalmente muy esperable. Así que racionalizar en ideología socialista —envidia mal disfrazada de justicia, dogma mal disfrazado de ciencia e inmadurez violenta mal disfrazada de revolución— la imposición arbitraria de anhelos primitivos del salvaje sobre el orden moral de la civilización, hace sentir bien a los socialistas. Pero el espacio íntimo de la conciencia individual que no se sometió a una arbitrariamente impuesta escala de fines supuestamente colectivos fue y sigue siendo la clave de la interiorización de la tradición moral supra tribal de la que emergió la civilización entre los salvajes. Ni la libertad de conciencia, ni la libertad en el orden social, ni la civilización fueron productos de la razón. Son resultados emergentes evolutivos espontáneos de la selección adaptativa. Estrictamente consecuencias no intencionadas de la acción humana.
El secreto del orden espontaneo de la sociedad civilizada es que sus resultados no han sido planeados —ni previstos— por los hombres de cuyas interacciones emergieron. De una parte porque no necesitaban planear el orden evolutivo al cual se adaptaban mediante usos y costumbres para mejor planificar la persecución de fines subjetivos propios. De otra porque de aquél orden espontaneo intersubjetivo en dinámica evolución únicamente podían tener —ellos ayer como nosotros hoy— conocimiento limitado, disperso y privativo. Lo que hace inviable una planificación central del orden social. Lo que la filosofía racionalista —todas las corrientes de filosofía racionalista, realistas o idealistas, con excepción del racionalismo crítico de la ilustración escocesa— no pueden explicar porque lo ignoran, es que entre el instinto y la razón hay conductas adaptativas que los individuos copian del ambiente social sin comprensión de causa.
Y una vez adoptadas se reafirman o descartan en los grupos humanos por sus resultados, tanto por resultados voluntarios, más o menos inmediatos, como por resultados involuntarios de muy largo plazo. Porque para adaptarnos al entorno social imitamos inconscientemente conductas adoptadas en el pasado sin posibilidad de imaginar sus resultados a largo plazo. Y que arraigaron como tradiciones porque su principal resultado fue que quienes las descubrieron y probaron prosperaron en número y capacidades de todo tipo —intelectual y material— desplazando o absorbiendo a quienes no las descubrieron o adoptaron primero. En el largo plazo, el resultado de esas conductas es el complejo e interdependiente orden evolutivo espontaneo de la sociedad extensa, desarrollándose en una zona intermedia entre el orden biológico autónomo, producto de la evolución; y el orden teleológico consciente, producto de la razón.
La teoría del orden espontaneo de Friedrich Hayek es la del descubrimiento y explicación de esa zona intermedia en que evolucionan el mercado, el derecho y el lenguaje —entre otras— que no han surgido en cierto momento y a determinado propósito, como una invención técnica, pero tampoco son procesos independientes del ser humano.
Hayek nos lo explicaba en su conferencia de 1981 sobre Los Fundamentos Éticos de una Sociedad Libre:
La evolución de una tradición moral, que nos permitió construir un orden amplio de colaboración internacional, exigió la represión gradual de (…) la búsqueda de objetivos en común con nuestros semejantes; y fue posible por el desarrollo de una nueva moral que el hombre primitivo rechazaría (…) Adam Ferguson, dijo: “el salvaje que no conoció la propiedad tuvo que vivir en un grupo pequeño”. De hecho, esencialmente, fue la evolución de la propiedad, de los contratos, de la libertad de sentimiento con respecto a lo que pertenece a cada uno, lo que se transformó en la base de lo que yo llamo civilización.
Por eso la civilización está inseparablemente unida a una evolución moral que sobre la capa biológica de más o menos un millón de años de evolución poco más que biológica estrictamente, produjo en poco más o menos una decena de miles de años un salto de evolución social que amplió exponencialmente las posibilidades de conducta de nuestra especie en el nuevo marco de una selección cultural adaptativa de acelerada complejidad creciente. Y eso significó —nuevamente como consecuencia no intencionada— la garantía material de subsistencia de un número de humanos inmensamente superior al que de otro modo tendría la especie humana sobre la tierra. Tal número creciente de humanos, posible al dejar atrás el colectivismo tribal ancestral, hizo posible a la civilización.
Así que, aunque las mayores amenazas a la libertad —el más alto producto de la propia civilización— se encuentren en lo que del hombre primitivo subsiste en la conciencia moral del hombre civilizado, es inimaginable y materialmente imposible un ordenamiento moral para una sociedad civilizada en ausencia de los remanentes del primitivo orden moral tribal que subsisten en las relaciones humanas dentro de los grupos más pequeños y cohesivos, que limitados a su propia escala, operando dentro del orden moral civilizado y sometidos a sus reglas impersonales civilizadas para todo lo extra-grupal —y en algún grado razonablemente sometidos a la moral civilizada en ciertos aspectos de lo interno— garantizan el funcionamiento del orden social más amplio. De las enormes consecuencias de todo esto es de lo que trataremos en la próxima entrega.
Así que, aunque las mayores amenazas a la libertad —el más alto producto de la propia civilización— se encuentren en lo que del hombre primitivo subsiste en la conciencia moral del hombre civilizado, es inimaginable y materialmente imposible un ordenamiento moral para una sociedad civilizada en ausencia de los remanentes del primitivo orden moral tribal que subsisten en las relaciones humanas dentro de los grupos más pequeños y cohesivos...
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