El domingo 20 se llevará a cabo la elección presidencial en una suerte de encrucijada en la cual el oficialismo de Nicolás Maduro apuesta a la continuidad en medio de un estado de crisis permanente, en la que se ha intensificado la hiperinflación, hay escasez, caos, anarquía, un profundo malestar social y, con ellas, el rechazo a la gestión de gobierno; pero la política opositora no posee una salida viable pues una parte (MUD) llama a boicotear las elecciones; mientras otra liderada por Henri Falcón, apuesta a dar el batacazo electoral.
El gobierno ha aprovechado muy bien el desconcierto opositor. Desde 2015 con el incumplido discurso de Henry Ramos en la AN, al 2017, cuando esta llamó a las “guarimbas” y al derrocamiento violento de Maduro. Unas y otras han colocado a la oposición en lugar disminuido. El gobierno ha apostado duro: inhabilitó candidatos presidenciales, eligió írritamente a una Asamblea Constituyente a su medida, y encarceló a los dirigentes políticos que llamaron a la violencia. Pero, sobre todo, logró desmoralizar ¿quién sabe con qué artilugios? a una dirección opositora (MUD) que se ha reducido a actos meramente simbólicos, sin tener un mínimo de poder para lograrlo: destitución de Maduro por la AN, acusaciones de narcotráfico, llamados a golpes de Estado, dictámenes del Tribunal Supremo de Justicia en el exilio, entre otras perlas.
Si la abstención opositora deja a Maduro concretar un triunfo holgado, se abre el escenario de una «eternización» del poder por parte de las fuerzas oficialistas que les permitirá evaluar hasta donde pueden llegar con su control institucional, militar y financiero. Si Maduro le debió el triunfo de 2013 a Chávez, este de 2018 es su triunfo, su responsabilidad con sus lugartenientes y con su alianza hacía los sectores militares. Lo que pone fin a la quimera del socialismo chavista del siglo XXI, y lo coloca a las puertas de un autoritarismo populista desatado, iniciado en 1999 con ribetes ideológicos que ya no puede ostentar, con trascendencia económica, social y política catastróficas. El cardenal Baltazar Porras lo definió muy bien: “El país se está desangrando mientras Maduro solo ve cómo se atornilla en el poder”.
En todo populista hay un embustero profesional. Maduro y su estado mayor no están muy lejos de eso. Como bien lo definió Francisco Martín Moreno, en una Breve crónica populista, publicada en El País: “El político verborreico no solo se lucra con los vacíos y necesidades insatisfechas de las muchedumbres, sino que subraya las pésimas condiciones en que se encuentra el país, aumenta hasta el escándalo los problemas nacionales, denuncia que todo lo hecho antes de su arribo al poder estaba podrido: él es el gran “salvador” que ejecutará los cambios imprescindibles para conquistar el amor, el bienestar y la paz. Quien se oponga a la “felicidad” populista no recibirá a cambio un sesudo razonamiento para sacarlo del error, sino un sonoro insulto que aplaudirán rabiosamente las masas. Será etiquetado como “apátrida”, “enemigo del progreso” o “corrupto manipulado como marioneta por manos negras”.
¿Es eso lo que nos espera?
En pocos días es imposible recomponer la unidad opositora que, silvestre y paradójicamente, es una mayoría sin rumbo, ni dirección, lo cual deja las cosas en su indefinición inicial. Y uno se pregunta ¿por qué si fueron buenas las elecciones de 2015, dirigidas por este mismo CNE y con las mismas reglas del juego, donde la oposición obtuvo la mayoría parlamentaria; estas del 20 son malas, ¿al no ponerse de acuerdo los “líderes” políticos en un candidato y un propósito? No mejora el enfermo.
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Si la abstención opositora deja a Maduro concretar un triunfo holgado, se abre el escenario de una «eternización» del poder por parte de las fuerzas oficialistas que les permitirá evaluar hasta donde pueden llegar con su control institucional, militar y financiero. Si Maduro le debió el triunfo de 2013 a Chávez, este de 2018 es su triunfo, su responsabilidad con sus lugartenientes y con su alianza hacía los sectores militares.
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