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sábado, 29 de octubre de 2016

Maduro, el Papa y una oposición venezolana que (ya) no cree en milagros - Por: Marcelo Cantelmi

Mural del Papa (Victor Sokolowicz)
El duelo cotidiano que retuerce cada día un poco más a Venezuela, acaba de agregar una novedad que influirá en el destino de esta tragedia. No es debido estrictamente a la intervención del Vaticano, un hecho que merece reflexión aparte por las controversias que disparó. Pero hay una dimensión mayor que debe ser observada y es sobre lo que el gobierno pretendió hacer con este suceso para quebrar a la oposición. Buscó primero jugar el efecto sorpresa del encuentro entre el Papa y el presidente Nicolás Maduro, que nadie preveía dadas las circunstancias. Y luego, con semejante blindaje, apagar los fuegos de la coyuntura encendidos por el doble portazo al revocatorio y las elecciones de gobernadores. La realidad, sin embargo, se saldó de un modo diferente al que esperaba Maduro. La oposición retuvo la iniciativa y resistió la embestida, aun con el revoleo que hizo el chavismo de la figura de Francisco. Ese resultado es el que exhibe una alta capacidad transformadora.

El pasado miércoles era notable el desconcierto del régimen frente a la inesperada y dura posición unificada que acabó exhibiendo el liderazgo disidente. La coalición había acusado el golpe y no tuvo al comienzo claridad sobre como reaccionar a la señal que implicaba que el Papa se reuniera con un Maduro con fuertes desvíos despóticos, pero no con ellos. Parte de la dirigencia no quería desafiar al pontífice con un rechazo al diálogo. Pero la inmensa marcha antigubernamental de ese día dejo poco espacio para las dudas.

Dentro de esta alianza llamada Mesa de Unidad Democrática, que reúne a una treintena de partidos, de izquierda a derecha, han habido tensiones constantes respecto a cómo avanzar en el caos en que se ha convertido Venezuela. Como ya señaló esta columna, un debate clave fue si se debía forzar la remoción del mandatario para ir a elecciones inmediatas en el exiguo término de un mes que deja la Constitución tras el revocatorio. O buscar la alternativa de un político que ocupe el mando y organice el país para anticipar elecciones al estilo del ejemplo peruano del postfujimorismo o el del duhaldismo en Argentina. Esta opción recibía apoyo de gran parte de los gobiernos de la región.

La interna la fue licuando el propio régimen que, para evitar perder poder, maniobró acosando con exceso a la disidencia y negándole autoridad al Parlamento opositor. Pero, el mayor espanto que une a esta inmensa legión de partidos es la percepción de que el país ingresó en una etapa de disolución y puede acabar en un estallido fuera del control tanto de oficialistas como de opositores.

Los gatillos de ese desastre están a la vista. Ya no es sólo la inflación, el desabastecimiento y la violencia. Se han agregado ahora epidemias como difteria o malaria, que se ceban en los sectores más empobrecidos, antigua base de apoyo del chavismo. El abismo también suma el default parcial de la petrolera estatal —sorprendente derivación en un país dueño de la mayores reservas mundiales de crudo— y la destrucción en apenas tres años de un cuarto del PBI nacional. El chavismo no ha hecho más que convertir a la ineficacia en una exitosa ideología.

La posibilidad del referéndum revocatorio, como antes las legislativas de diciembre, operaba como una válvula de expectativas para la cólera ciudadana. El gobierno canceló el 20 de octubre esa chance electoral y antes la de gobernadores, violando la Constitución por cierto, pero, en lo central, quitando un espacio básico de alternativa política. La oposición entrevió que cualquier negociación requeriría una agenda diferente a la del régimen para evitar que esa anormalidad se consolidara. Un comunicado de la alianza fijó cuatro puntos como condiciones: respeto al voto (referéndum), libertad de los presos políticos, regreso de los exiliados y autonomía a los poderes (cesar el acoso al Parlamento.

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