Pocos -aun entre los chavistas- dudan de la muerte de esta "revolución". Todavía tienen poder, pero murió la esperanza. Los soldados armados custodian un sepulcro vacío y la esperanza ya no está ahí. Pero los pueblos no mueren ni renuncian a sus sueños de vida libre y digna.
Ningún año de nuestra historia es tan terrible ni tan de muerte como 1814. "Vuestros hermanos y no los españoles han desgarrado nuestro seno, derramado nuestra sangre, incendiado nuestros hogares y os han condenado a la expatriación". Así escribía Bolívar en Carúpano a punto de escaparse al exilio. Pero en medio de esa noche espantosa y en vísperas del envío español del ejército mayor y mejor entrenado, Bolívar afirma la esperanza contra toda esperanza: "No habrá potestad humana que detenga el curso que me he propuesto, seguir hasta volver a libertaros" (Manifiesto de Carúpano, 1814).
En diciembre de 1957, el amañado plebiscito ratificaba la invencibilidad de la dictadura con un pueblo resignado. Pero un mes después la esperanza y conducción decidida de unos cuantos trajo la huída del dictador y la explosión democrática del 23 de enero; luego la democracia concretó programas de esperanza y creatividad constructiva.
En 1998 el bipartididismo democrático -acostumbrado a contar con 80% de los votos- agonizaba por su corrupción, su falta de iniciativa renovadora y su desconexión con las necesidades de la gente. Sucumbió ante la esperanza ilusionada, conectada con las penurias del pueblo, que encarnaba Chávez.
Los partidos y los gobiernos mueren, pero los pueblos continúan con quienes encarnen la confianza de vida y de cambio. Hoy, muerto un modelo que ha agravado la enfermedad con su corrupción e ineptitud y con una propuesta política insensata e inviable, la gente está urgida de líderes que conecten con su confianza apagada y la enciendan como hoguera contagiosa.
Cuando nos va mal como ahora, algunos solo ven cenizas de desolación y concluyen con aire de sabiduría autosuficiente que nuestro pueblo es inferior a sus retos, que aquí no hay remedio y lo mejor es irse del país. En su miopía no aprecian que debajo de las cenizas hay brasas en espera de un soplo inspirador que las convierta en fuego indetenible. En ambos lados de la triste Venezuela dividida están las frustradas brasas y restos del optimismo; unidos y sólo unidos, y avivados con nuevo soplo de creencia en políticas razonables, podemos salir de esta muerte y desolación.
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