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1.12.25

Robert Carmona-Borjas: cierre de la oficina de la CPI en Caracas, confesión tardía de un experimento éticamente fallido (Entrevista)


Robert Carmona-Borjas. Foto archivo

Hoy, en la apertura de la 24ª Asamblea de Estados Parte de la Corte Penal Internacional (CPI), el fiscal adjunto Mame Mandiaye Niang anunció que la Fiscalía cerrará su oficina en Caracas, alegando la falta de “progreso real” en materia de complementariedad y la necesidad de administrar mejor unos recursos limitados. Mientras en La Haya se presenta esta decisión como un ajuste técnico, para muchas víctimas venezolanas el anuncio llega tarde y confirma que el experimento de “cooperación” con el régimen de Nicolás Maduro nunca tuvo bases reales.

La Patilla conversa en exclusiva con el profesor Robert Carmona-Borjas, abogado, defensor de derechos humanos, víctima reconocida formalmente en la Situación Venezuela I ante la CPI y CEO y cofundador de Arcadia Foundation, organización que durante años ha impulsado acciones jurídicas para denunciar el conflicto de interés del fiscal Karim A. A. Khan y la inercia institucional que ha permitido la prolongación de los crímenes de lesa humanidad en Venezuela. 

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 ¿Cuál fue su primera reacción cuando escuchó hoy al fiscal adjunto anunciar, ante la Asamblea de Estados Parte, el cierre de la oficina de la CPI en Caracas?

 Mi primera reacción fue amarga: no fue sorpresa, fue confirmación. Lo que el fiscal adjunto describió como una decisión responsable frente a la falta de “progreso real” yo lo leo como la confesión tardía de un experimento que, desde su origen, estaba condenado al fracaso.

Cuando se decidió abrir una oficina de la Fiscalía en Caracas y se vistió esa apertura de un lenguaje de “complementariedad positiva” y cooperación técnica con el régimen, ya existía un acervo abrumador de informes de Naciones Unidas, de misiones internacionales de determinación de hechos, de organismos de derechos humanos y de organizaciones venezolanas que demostraban que el aparato judicial en Venezuela no era un socio posible, sino parte del problema: era el instrumento de la represión.

Por eso, oír ahora que se cierra la oficina porque no hubo “progreso real” es escuchar a la propia Fiscalía decir, en voz baja, que se equivocó de diagnóstico y de método. El cierre, tal como ha sido presentado, no es un acto de lucidez inicial; es la rectificación tardía de una decisión que nunca debió haberse tomado en los términos en que se tomó.

Usted ha dicho que esa oficina nunca debió abrirse. ¿Por qué considera que su creación fue, en sí misma, un error grave?

Porque la oficina nació sobre una ficción: la ficción de que en Venezuela existía un margen razonable para la complementariedad. El principio de complementariedad, tal como lo recoge el Estatuto de Roma, exige que el Estado muestre voluntad y capacidad genuinas de investigar y juzgar a los responsables de crímenes de lesa humanidad. No se trata de decorar el expediente con reformas cosméticas o procesos contra subalternos; se trata de ir a la cadena de mando, de desmontar la política de persecución, de tortura, de encarcelamiento de opositores.

En el caso venezolano, la CPI ya había escuchado a las víctimas durante años; ya había valorado documentación sobre ejecuciones extrajudiciales, torturas, violencia sexual, persecución política, desapariciones forzadas. No estamos hablando de dudas razonables; estamos hablando de un patrón sistemático y de larga duración. Aun así, se optó por la ruta de la oficina en Caracas, de los memorandos de entendimiento, de las fotos de alto nivel con el propio Nicolás Maduro y sus funcionarios, como si ese andamiaje pudiera producir justicia.

Ese diseño no fue ingenuo: fue, en el mejor de los casos, un acto de voluntarismo irresponsable y, en el peor, una apuesta que cayó en la corrupción ética. Se trasladó a las víctimas el mensaje de que el régimen podía ser, al mismo tiempo, victimario estructural y socio privilegiado de la Fiscalía en un modelo de “cooperación”. Esa contradicción era insalvable. Hoy, la propia Fiscalía reconoce, con palabras suaves, lo que las víctimas sabían desde el primer día: no hubo, ni podía haber, complementariedad auténtica en Venezuela.

¿Por qué habla de “corrupción ética”? ¿Está diciendo que la Fiscalía actuó de mala fe?

Permítame ser muy preciso. Cuando utilizo la expresión “corrupción ética” no estoy aludiendo a una transacción económica o a un soborno clásico; hablo de una degradación del juicio moral de una institución. Cuando una Fiscalía de una corte penal internacional, plenamente consciente del contexto de un país, decide privilegiar la imagen de cooperación con un régimen autoritario sobre la urgencia de proteger a las víctimas, se ha cruzado una línea.

Durante años, el mensaje fue: “confiemos en la complementariedad, esperemos a que el Estado venezolano haga su parte”. En la práctica, eso significó darle tiempo al régimen para reorganizar su narrativa, ajustar sus estructuras represivas, y seguir torturando, encarcelando y expulsando a opositores mientras la comunidad internacional miraba hacia La Haya y no hacia las celdas venezolanas.

No se trata de negar que la complementariedad pueda ser una herramienta legítima allí donde existe un mínimo de institucionalidad —como ocurre en el caso de Israel, donde, pese a todas las tensiones, hay estructuras judiciales reales— y, sin embargo, la Fiscalía optó por ignorarlo por conveniencia. Se trata de afirmar, con toda claridad, que pretender aplicarla en Venezuela, en los términos en que se hizo, constituyó un acto de irresponsabilidad ética. La oficina en Caracas se convirtió en el emblema de la normalización de un interlocutor que no era un aliado en la búsqueda de justicia, sino el principal sospechoso.

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