
La emergencia económica es una figura contemplada en la Constitución colombiana que permite actuar con rapidez cuando el país enfrenta una situación grave e inmediata. Esta acaba de ser decretada por el presidente Gustavo Petro por la fuerza. El Congreso de la República había archivado el 9 de diciembre la Ley de financiamiento que habría permitido garantizar la estabilidad del Presupuesto General de la Nación de 2026 y el gobierno, confrontado con un recorte significativo del gasto público o frente a la necesidad del aplazamiento de partidas de significación, optó por el camino de lo excepcional, una vía que faculta al ejecutivo para la toma de decisiones que, de otra manera, debían haber tenido un trámite de aprobación estricto.
El revuelo causado por la medida es enorme, no solo por lo inconstitucional de la decisión, algo ya señalado por los mejores juristas del país. El meollo del asunto reside en la determinación del gobierno de imponer tributos que ya el Congreso le había negado y a hacerlo por la única vía expedita que le queda. Ello marca un punto de quiebre institucional. No se trata de una simple discrepancia fiscal: es un intento deliberado de imponer la voluntad del Ejecutivo por encima del Legislativo, forzando los límites de la Constitución.
En este escenario, sin embargo, la última palabra no la tendrá el presidente, la tendrá la Corte Constitucional, y debería ejercerla sin dilaciones. El estado de emergencia no es un instrumento para corregir derrotas políticas ni para compensar la incapacidad de construir mayorías en el Congreso. Está concebido para enfrentar hechos extraordinarios, súbitos e incontrolables. El rechazo parlamentario de una reforma tributaria no cumple ninguno de esos criterios. Convertir una derrota legislativa en una “emergencia” es un abuso del derecho y una distorsión grave del orden democrático.
El daño no es solo jurídico. La economía privada recibe una señal inequívoca de inestabilidad. Empresas, inversionistas y emprendedores observan cómo las reglas fiscales pueden cambiar de un día para otro por decreto presidencial. La consecuencia inmediata es parálisis: proyectos que se congelan, capitales que buscan refugio en otros mercados, decisiones de inversión que se aplazan indefinidamente. No hay crecimiento posible en un país donde la tributación se decide bajo estado de excepción.
Este episodio confirma, además, un rasgo constante del gobierno Petro: un espíritu controlista que desconfía de los contrapesos institucionales y una tendencia a despreciar las formas legales cuando estas no validan su agenda.
El Congreso es tratado como un obstáculo, no como un socio democrático; la deliberación es sustituida por la imposición; el debate, por el decreto. Esa lógica es incompatible con una democracia liberal y funcional.
Por eso, la responsabilidad recae ahora en la Corte Constitucional. No solo debe revisar el fondo de la medida, sino hacerlo con urgencia. Cada día de ambigüedad profundiza la incertidumbre económica y debilita la credibilidad del Estado. La Corte debe convocar sesiones extraordinarias, si es necesario, y reafirmar un principio elemental: los estados de excepción no son una herramienta de gobierno ordinario ni un recurso para doblegar al Legislativo.
Colombia enfrenta suficientes dificultades económicas como para añadir una crisis institucional autoinfligida. Persistir en este camino no fortalece al Estado; lo debilita. No corrige el déficit; ahuyenta la inversión. No gobierna, impone.
Si la Constitución ha de seguir siendo algo más que un texto decorativo, este es el momento de demostrarlo. Y si los controles democráticos aún significan algo en Colombia, la Corte debe actuar. Sin ambigüedades. Sin cálculos políticos. Sin miedo al poder.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario