Es difícil para un venezolano emigrar y no pensar que se convertirá en sólo un número; en una simple unidad de la estadística que contabiliza ya más de nueve millones de desplazados por el mundo, expulsados de nuestro territorio por la asfixiante crisis. Y yo soy ahora parte de esa cifra.
Al igual que muchos de mis compatriotas, la decisión de dejar mi vida, lo que he construido, mis sueños y mis ilusiones, no tuvo una sola causa, sino una interminable lista de motivos. Esos nueve millones de venezolanos conformamos el éxodo más grande de la región. Es un extremo sin precedentes que sólo supera la diáspora de Siria (13 millones de desplazados). Esta comparación no es geopolítica, es la medida de nuestra tragedia.
Tras más de 25 años del socialismo chavista, que dinamitó la democracia, el venezolano vio a su país desplomarse poco a poco ante sus pies. Los primeros en abandonar su territorio fueron los profesionales, tras el paro petrolero de 2002. Este golpe atroz a la clase trabajadora, altamente cualificada, marcó el punto de partida. Luego, desde 2013 y con la llegada de Nicolás Maduro, fuimos testigos de la fuga masiva de millones de ciudadanos que escapaban de la crisis económica, la desintegración del bolívar, la escasez de alimentos y medicinas, la violación de derechos humanos y la represión más cruenta.
Silencio y hambre
La resistencia se puso a prueba con las revueltas callejeras de 2014, 2017 y 2019, pero el régimen las ahogó. Y en ese silencio impuesto llegó el hambre. El año 2018 se grabó a fuego. Fue la época de los esqueletos visibles, de los huesos marcados. Las cifras de la ONU confirmaron que la hambruna afectó a uno de cada cinco venezolanos. Alrededor de 6,8 millones de personas sufrieron subalimentación. Recuerdo que la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi) estimó que los venezolanos perdimos, de media, once kilos de peso corporal. Además, expuso algo más lacerante: Venezuela había tocado «el techo de la pobreza». Esos datos íntimos y penosos narran el desastre mejor que cualquier informe. La crisis era el silencio aterrador de un país que pasó de ser uno de los más prósperos de América Latina, antes de la llegada de Chávez al poder en 1999, a ser una nación que luchaba contra la desgracia.
Las consecuencias fueron irreversibles: agencias como Unicef y Cáritas Venezuela emitieron alertas y demostraron que el 15,5% de los niños sufrieron deterioro físico y el 30% presentaban retraso en su crecimiento. Estos datos golpearon la médula de la realidad, afectando al futuro y la salud de nuestros hijos. Y, en medio de esa desesperación, casi en un abismo y con el estómago vacío de los venezolanos, mi necesidad de contar esa verdad -esa que Nicolás Maduro negaba con descaro- se hizo imperiosa. Fue la época en la que, como periodista, decidí escribir sobre esta realidad tan cruenta, estremecedora y fatal de mi país a través de ABC.
Despojados de dignidad
Los venezolanos llevamos a cuestas nuestras pequeñas tragedias, contadas una a una, porque ellas nos despojaron de nuestra dignidad. Fue ver los grifos secarse, fue ver cómo las familias cocinaban con leña en la ciudad, fue pasar tres días sin electricidad por un apagón nacional que detuvo incluso los hospitales del país, fue tener que escuchar a las madres rogar al Estado para que sus hijos no murieran esperando un trasplante de médula ósea, fue ver a niños ilusionados con un futuro prometedor morir en las protestas callejeras. Fue ver cómo la opresión era el pan de cada día.
No es una sola razón. No hay un venezolano que tenga un solo motivo. Porque, si no es por lo mencionado antes, es porque el salario mínimo se pulverizó en sus manos. Esos 130 bolívares al mes (cerca de 0,5 euros) son incapaces de cubrir la cesta básica de alimentos, que ya supera los 500 dólares mensuales (430 euros). El régimen mutiló también el sueldo y convirtió al trabajador en un mendigo dentro de su propia tierra. El régimen condenó a la población a trabajar para no poder comer.
Hoy, quien sigue en Caracas vive la frustrante demencia de estar en la ciudad considerada por la página web Expatistan como la sexta más costosa del mundo. Mi emigración fue, al final, una huida de una ciudad que se había vuelto sencillamente impagable y que sigue siendo consumida por la hiperinflación. Desde lejos la veo con profundo dolor.
Pero yo no sólo huía de los salarios del hambre, sino también del déficit de la verdad y para distanciarme de esa opresión que tiene a muchos periodistas silenciados. Mi profesión me convirtió en blanco. El Sindicato Nacional de Trabajadores de la Prensa (SNTP) contabiliza a decenas de periodistas y trabajadores de la prensa judicializados, con más de una docena encarcelados por cargos de terrorismo, instigación al odio y traición a la patria. Ese miedo me helaba los huesos en cada cobertura. Mi exposición podía ser motivo para la desaparición forzada. Por ese motivo, más de 2.000 comunicadores, según el Colegio Nacional de Periodistas (CNP), han tenido que dejar Venezuela. Eso me impulsó a rehacer mis planes y los de mi familia. Mi propio país me había dado un ultimátum ante el constante ataque devastador a la prensa.
Rumbo a Argentina
Mi ingenuidad me llevó a creer siempre que saldríamos pronto de la dictadura. «Esta vez sí», solía repetir. Mi última cuota de esperanza la deposité en las elecciones presidenciales de julio de 2024. Y lo que ocurrió ese día no fue una derrota electoral, sino la ratificación brutal de la dictadura. Con el gran fraude electoral orquestado por el régimen, entendí que la posibilidad de salir de la crisis quedaba reducida de nuevo.
Un año después del gran fraude, me convencí de que mi lucha por la democracia podía mantenerla desde el exilio. Y que mi voz podía salir sin miedo en otro territorio. Entonces elegí Buenos Aires, como más de 150.000 compatriotas que escogieron Argentina como refugio.
El miedo me sobrepasó en el aeropuerto de Maiquetía, el trampolín de muchos exiliados. Por minutos sentí que mi hija de nueve años, mi esposo y yo éramos los últimos en salir. Y sentí arrepentimiento, que traicionaba a mi tierra, sentí que Venezuela me reprochaba entre susurros por dejarla sola, desprotegida y vulnerable. Mi pasaporte, ese cuadernito azul que es el más caro del mundo, estaba en mi mano, húmeda por el sudor, porque yo sabía que el Estado venezolano tenía un último acto de control reservado. El pasaporte, que yo veía cómo pasaba de mano en mano en cada punto de control, me erizaba la piel. Sabía que ese documento era un instrumento de opresión que podía ser suspendido por «orden superior» en cualquier momento para retenerme y obligarme a seguir bajo su dictadura.
Y sólo cuando sentí el zumbido del avión despegando y Caracas se me hizo pequeña, fue cuando abracé a mi familia. También abracé la libertad. Pero una parte de mí quedó prisionera, atada a mis viejos (padres), a mis colegas que resisten, y a un país que se lame sus heridas al tiempo que sigue recibiendo puñaladas. Desde las alturas vi a una Venezuela que se siente sola, que ha sido traicionada, saqueada, pero que no se da por vencida. Y nosotros, sus hijos en la distancia, estamos aquí para contar su historia y ayudar a los que están adentro a vencer a la fiera para poder volver.

No hay comentarios.:
Publicar un comentario