
Nuestra crónica correspondiente a esta fecha no es para tratar asuntos concernientes a la cochina política, sino como su título lo indica para referirnos a un cuadrúpedo de gran tonelaje al que le gusta comer maní y que nos deleita, a grandes y chicos, los domingos de circo.
“¡Es como un elefante dentro una cristalería!” –En principio, el símil es ofensivo.
Estoy convencido de que ni un solo de esos paquidermos ha incurrido en la temeridad de irrumpir en un establecimiento de tal ramo, aunque partiendo de dicho supuesto negado, los destrozos serían irreparables. Pero jamás en la proporción de quienes han arrasado o amenazan con arrasar un país o hasta el mundo entero, por ignaros, corruptos, pendencieros, carentes de escrúpulos, por crueles debido a sus malquerencias personales.
Al contrario de muchos electores veleidosos, desaprensivos, fantasiosos, como lo demuestra la Historia, un elefante jamás olvida, ni perdona, por consiguiente, nunca tropezará dos veces con ni con la misma piedra ni con el mismo déspota. Proverbio de la selva profunda: “Quien olvida, será condenado a repetir sus mismas tragedias”.
Hay dos clases de elefantes, claramente distintos. Los llamados africanos de mayor tonelaje, más feroces y por consiguiente difíciles de domesticar, mientras que los asiáticos sin tantas pretensiones, son muy útiles en el transporte de personas, de mercancías y en las faenas del campo.
Cuentan que en el antiguo reino de Siam ser dueño de un elefante blanco era símbolo de pureza, aristocracia, de posesión de fortuna. Pero a diferencia de sus pares marrones o grises, utilizar un ejemplar de pelambre blanca con fines prácticos se consideraba un sacrilegio. De ahí procede el calificativo de “elefante blanco”, por lo ruinoso que resulta la manutención de personas u objetos, incluidos los animales, que aportan nada diferente a su pretendida belleza.
Es sabido que cuando la muerte se le viene encima, el citado cuadrúpedo se retrae, se aísla y, silencioso, se va apartando del mundanal ruido. Los entendidos aseguran que tal conducta obedece a que el elefante, en general, es un ser muy discreto por lo que desea evitarles a sus congéneres el bochornoso espectáculo de quienes se aferran con desespero a la vida.
Sin embargo, se han dado los casos excepcionales de algunos elefantes, que negados a darse de baja de la jefatura de la manada pese a hallarse, evidentemente, inhabilitados para ejercerla. En tal escenario, el carcamal, de elefante ha degenerado en bacalao. Tropieza. Cae. No cae. Se va de bruces. Se levanta a duras penas. Vuelve a caer. Se aferra a su existencia infructuosa, pese a que ha perdido el glamour selvático, si es que alguna vez tuvo alguno, convertido, además, en lastre insostenible para su rebaño debido a su desprestigio nacional, internacional y hasta intergaláctico.
En ese preciso momento, ansioso de beneficiarse de tal vacío de poder, que se le acerca algún Judas, que sobran en medio de tales vicisitudes y le susurra:
—¡Oiga, camarada elefante! ¿Y usted no tendrá ganas de tomarse un descansillo, por ahí, en Qatar, Moscú o Teherán, por ejemplo?
Pero no. El interpelado se hace el sueco, el sordo, el mudo, el cataléptico y se resiste a largarse con su música y sus millones malhabidos, para otra parte.
Los emplazamientos, a partir de entonces, adquieren un tono más persuasivo, con la manada en pleno coreándole al emplazado en el propio pabellón de la oreja cierto reguetón:
-¡Vete ya! yeh-yeh-yeh / si no te vas yeh-yeh-yah/ no te irá muy bien/ te pisará el tren/ y dejaremos tu barriga como un sartén!
No hay pretextos, para tal calaña de usurpadores del poder elefantíoco. Tienen trompa de elefante, orejas de elefante y cola de elefante. Aunque esconden la cabeza como el avestruz y en definitiva no son más que unas hienas.
Sin mensajes subliminales, dicho sea muy de paso.
@omarestacio
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