Republica del Zulia

Julio Portillo: Necesitamos entonces promover el regionalismo como protesta al excesivo centralismo en todos los órdenes. Tenemos que despertar la conciencia política de la provincia.

domingo, 13 de julio de 2025

El Maduro posfraude Miguel Henrique Otero

 

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El 28 de julio de 2024 se produjo un cambio radical en la naturaleza del régimen: sin disimulo alguno, sin posibilidad de intentar alguna treta que ocultase la verdad -a causa de la extrema gravedad del revés sufrido ante el candidato de la oposición democrática, Edmundo González Urrutia-, en el lúgubre ambiente de la derrota irremediable, el jefe de la cúpula criminal del Consejo Nacional Electoral dictaminó el golpe de Estado: Elvis Amoroso, en toda su balbuceante y corrupta mediocridad, anunció que Nicolás Maduro había ganado las elecciones, sin siquiera presentar una mentira de aspecto razonable, leyendo unas cifras carentes de lógica y sustentabilidad. Una payasada chavista, una chapucería madurista más, un acto de absoluto desprecio por todo lo que representa el voto en una sociedad democrática.

Sugiero al lector que vaya a YouTube y busque los videos disponibles del momento en que se produjo el golpe de Estado: es un acto sombrío, plomiza la atmósfera, severos y alicaídos los rostros. No hay sonrisas, no hay celebración. Fue una especie de velorio que, solo al final, alguien intentó revertir con unos cortos aplausos. Pero eso no cambió nada. La pesadumbre se mantuvo inamovible.

¿Qué hizo Maduro cuando tomó el micrófono en aquella noche repugnante? Intentó victimizarse. Repitió su falsedad predilecta, la frase hueca “soy un obrero”, seguida de la palabra “humildad”, reveladora de la psique de un sujeto cuyo expediente de prepotencia y ferocidad crece todos los días. El hombre que habla de “humildad” es el mismo que encabeza la cadena de mando que reprime, tortura y mata a quienes se le oponen en Venezuela. El que dice de sí mismo “humilde obrero” no es tal: es un feroz y criminal dictador. Punto.

Tres semanas antes de la elección, alrededor del 7 u 8 de julio -mis fuentes discrepan en la fecha-, reunido con su círculo de acero, Maduro informó que habría un final cerrado y que cualquier cosa podría pasar. Sin embargo, mentía. Sabía que sería derrotado, que no había manera de cambiar la tendencia a favor de la oposición. Y ya, con el apoyo de Padrino López, habían definido el guion del anuncio de su triunfo, los contenidos de su proclamación y la celebración “espontánea” que se produciría frente al Palacio de Miraflores. El acuerdo era que el boletín del CNE hablaría de una ventaja de 8% por encima de González Urrutia. De hecho, ese 8% no tardó en convertirse en una campaña: ministros y otros altos funcionarios comenzaron a pronosticarlo en reuniones con diplomáticos y empresarios, ante quienes preparaban el terreno para el fraude planificado.

Todo estaba listo, pero todo el plan se vino abajo a lo largo del 28 de julio: por una parte, contra todas las dificultades, los venezolanos salieron de sus casas a votar de forma masiva, pasando por encima de las amenazas que el poder, con todos sus recursos y organizaciones había diseminado en cada rincón del país. Salieron a votar a favor de González Urrutia y contra Maduro, con ventaja desproporcionada, evidente y demostrable: de cada 10 votos, entre 7 y 8 fueron a favor de la oposición democrática.

Y es en este punto donde alcanzamos el quid de este artículo: también la represión que se desató de inmediato, de forma automática: estaba planificada, pero no para un escenario tan abrumador. Ante el nuevo escenario político poselectoral, el dictador Maduro escogió masificar y hacer indiscriminados las desapariciones forzosas, los secuestros de testigos de mesa, activistas políticos y militantes de Vente Venezuela, entre otros, en una acción desesperada e inútil en alguna medida: acallar lo que no puede ser acallado, tratar de pasar la página sobre un hecho de extrema gravedad, que simplemente no puede ser olvidado, ni atenuado ni perdonado. 

Y esto es justamente lo que define el carácter del poder posfraude de Nicolás Maduro: el padecimiento del poder ilegítimo, del que sabe que las fuerzas de la legitimidad -las que encarna González Urrutia en esta etapa- no cesan ni cesarán en su reclamo. Y es que el mandato, la voluntad que las constituye, no se disuelve ni debilita con el tiempo. Al contrario: se extiende, se consolida, afirma sus premisas, incluso cuando hace silencio.

La violencia que la dictadura de Maduro comenzó a ejercer contra la sociedad venezolana, desde el mismo 28 de julio de 2024, deriva directamente de su ilegitimidad. Espiar, perseguir, torturar, extorsionar: estos son sus métodos de castigar al país que ha votado de forma irrenunciable por el cambio. 

Perdida la lucha de la legitimidad; desconocido por la totalidad de los gobiernos, parlamentos y partidos políticos democráticos del mundo, una vez que está por cumplirse un año de dictadura plena y sin atenuantes, asistimos a un debate de si el poder de Maduro se ha fortalecido o se ha debilitado. Una vez más, la discusión se está produciendo sobre una estructura binaria: o esto o aquello. 

Me he preguntado estos días si acaso no cabría introducir aquí una tercera posibilidad: la de un poder de apariencia fuerte, que actúa para mostrarse invulnerable, pero que carcomido por la corrupción, las luchas internas y la brecha incalculable entre la realidad y la propaganda, avanza sin escapatoria hacia su declive y derrumbe final. 

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