El 10 de enero Nicolás Maduro será juramentado como presidente de Venezuela por tercera vez. Edmundo González, el exdiplomático quien, según demuestra toda la evidencia disponible, ganó por una avalancha de votos la elección presidencial del 28 de julio, y que se encuentra exilado en España, no podrá regresar para asumir el cargo que le corresponde. El Gobierno de Maduro seguirá negándose a publicar las actas electorales que, insiste, demuestran que las pruebas que ha presentado la oposición son falsas. Afirmar todo esto no es querer ‘pasar la página’ ni ‘normalizar la dictadura’. Es simplemente reconocer la dura realidad.
A pesar de su abrumadora victoria electoral, la coalición opositora está muy debilitada, con sus líderes principales escondidos o en el exilio y un ambiente de miedo en la calle. El Gobierno de Maduro ha intensificado la represión y restringido todavía más el ya limitado espacio que tenía la disidencia.
En estas difíciles circunstancias, el regreso a la Casa Blanca de Donald Trump, quien se posesionará diez días después de la juramentación de Maduro, ha dado un nuevo aliento a la idea, popular entre los opositores de línea dura, de que la presión externa puede producir un cambio de régimen en Venezuela. Trump ha propuesto para Secretario de Estado a un destacado vocero de la línea dura, el Senador Marco Rubio, cubano-americano y enemigo declarado de Maduro, lo que ha generado expectativas (sobre todo en algunos sectores más duros de la oposición) de que haya un regreso a la política de “máxima presión” implementada en el primer período del Gobierno de Trump, caracterizada por el aislamiento político, amplias sanciones financieras y económicas y el apoyo a medidas de fuerza para cambiar el régimen.
Es poco probable, sin embargo, que esta estrategia traiga mejores resultados en un segundo intento. Y, aún peor, amenaza con violar la regla que debería guiar cualquier intervención en este momento tan delicado en Venezuela: no hacer daño.
En enero del 2019, un grupo de dirigentes políticos y activistas del ala dura de la oposición venezolana logró convencer a Trump de que Maduro caería en meses si los Estados Unidos y sus aliados aplicaban “máxima presión”. Los moderados, partidarios de la negociación y la acumulación gradual de fuerza dentro del país, tenían reservas, pero en general se abstuvieron de plantearlas en público. El esfuerzo incluyó el reconocimiento por parte de más de 50 países del diputado Juan Guaidó, el opositor presidente de la Asamblea Nacional, como presidente interino. El cargo resultó ser meramente simbólico, ya que Maduro, quien se negó a dimitir, mantuvo el control del Estado. Washington impuso sanciones económicas y financieras que impidieron el acceso de Venezuela a los mercados financieros en Occidente, congelaron sus activos externos y restringieron severamente la comercialización internacional del petróleo. Washington pagó los sueldos de decenas de funcionarios interinos con los fondos congelados en Estados Unidos, y le dio control de empresas estatales venezolanas en EEUU y Colombia al gobierno interino.
La estrategia, que estaba basada en la convicción de que los militares venezolanos se alzarían contra Maduro, terminó siendo un estrepitoso fracaso. Tanto líderes de la oposición como altos oficiales norteamericanos contarían después del acuerdo al que habían llegado con algunos generales y el presidente del Tribunal Supremo de Justicia de abandonar a Maduro. Pero todo indica que fueron engañados: el día del planeado golpe, el 30 de abril, los militares dejaron plantados a Guaidó y sus aliados. Para cuando terminó el Gobierno de Trump en enero de 2021, Maduro seguía atornillado en el poder y los partidos de la opositora Plataforma Unitaria estaban divididos y desprestigiados, sus líderes acusándose mutuamente de corrupción en el manejo de los dineros bajo su control. Muchos de ellos terminaron en el exilio.
Esta vez, dicen los líderes de la línea dura, será diferente, y algunos de sus argumentos tienen peso. Es cierto que la legitimidad de González proviene de una victoria electoral y no de una interpretación creativa de la Constitución. Maduro está más débil, tanto política como económicamente. El chavismo, que dominaba los sectores populares de las ciudades y grandes extensiones rurales, ahora está en franca minoría y su proclamado “régimen cívico-militar-policial” depende más que nunca de la fuerza para sobrevivir.
Algunas figuras opositoras creen que un buen empujón es todo lo que se necesita para que caiga el Gobierno, pero las sanciones raras veces producen cambios de régimen y Maduro ha demostrado en la última década una sorprendente habilidad para sortearlas. Las olas migratorias producto de la desesperación de una población doblemente castigada funcionan como válvula de escape para la presión política interna.
Ya que las sanciones dejan a la población aún más empobrecida, este mecanismo de presión es controversial. Aunque el deseo de los venezolanos de un cambio inmediato es palpable, las encuestas muestran que sólo una minoría apoya las sanciones económicas y financieras. Venezuela padece, desde hace una década, una emergencia humanitaria, consecuencia – en primer lugar – de un manejo corrupto e incompetente de la economía, pero empeorada por las sanciones. Este tema es tan contencioso que parece estar dividiendo a los líderes de la oposición. Edmundo González, quien ha venido insistiendo en que se va a juramentar el 10 de enero, mantiene un silencio diplomático sobre la propuesta de que Estados Unidos suba el volumen a las sanciones. María Corina Machado, líder de la oposición a quien el Gobierno le prohibió ser candidata, por su parte, apoya un regreso a sanciones más amplias.
El apoyo a las sanciones no es el único tema difícil para la oposición. Contra todo pronóstico, tanto sectores moderados como duros lograron unirse en torno a la candidatura de González, escogido en el último momento como sustituto de la inhabilitada Machado. Pero el masivo triunfo en las urnas de la oposición fue seguido de un fracaso político, al no poder, por lo menos hasta el momento, hacer valer la victoria de su candidato. Ahora, una oposición desgastada enfrenta el dilema de qué hacer en las elecciones locales, regionales y legislativas programadas para el 2025, probablemente frente a condiciones aún más adversas. Incluso los sectores moderados, que habían defendido la necesidad de ir a las urnas en vez de abstenerse de participar, se cuestionan si la ruta electoral ha llegado a su fin. Pero muchos activistas políticos, particularmente fuera de Caracas, se preguntan qué estrategia podría reemplazar la participación electoral. No cabe duda que después de enero la oposición tendrá que enfrentar un proceso de revisión profunda frente a la nueva realidad.
El camino de las negociaciones, que permitió la celebración de una elección competitiva en julio, parece no ser una opción por el momento. Maduro ha cerrado prácticamente todos los canales de comunicación con la oposición. Lo que le interesa al chavismo es llegar al 10 de enero y luego buscar algún tipo de modus vivendi con el Gobierno de Trump. La nominación del Senador Rubio parece ofrecer poco espacio para el entendimiento. Pero existe la posibilidad de que Trump, impulsado por sus instintos transaccionales, y buscando aumentar la disponibilidad de petróleo y parar la migración, termine por hacer un pacto con Maduro.
Independientemente de cómo sean las relaciones entre Washington y Caracas, ninguna potencia externa va a resolver la crisis política de Venezuela. La solución tendrá que venir de adentro, y el primer paso urgente es conservar, y de ser posible ampliar, el poco espacio político y cívico que queda, para que Venezuela no termine de convertirse en otra Nicaragua.
La repetida insistencia en salidas ‘exprés’ ha beneficiado únicamente al chavismo, dándole excusas para la represión y la exclusión política y permitiéndole manejar sin contrapesos todos los poderes del estado. El daño a la ciudadanía, cuya única posible respuesta es emigrar, es enorme. Cada vez que la oposición venezolana ha logrado avanzar políticamente ha sido producto no solo de la unidad sino de la paciencia estratégica, la negociación y la participación política. Es una estrategia dura, complicada y va a requerir tiempo. Pero es la única realista.
Analista sénior de Crisis Group para la región Andina.
https://www.costadelsolfm.org/
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