El 20 de enero de 2017, primer día de la primera era de Donald Trump, el recién investido presidente de Estados Unidos entró en el Despacho Oval y, en aquel grave momento, en ese solemne lugar… se fijó en lo bien iluminado que estaba el cuarto. “¿Cómo lo harán?”, se maravilló en voz alta, antes de invitar a su hija Ivanka y a su yerno, Jared Kushner, a pasar y tomarse fotos con él.
Los reporteros Peter Baker y Susan Glasser se sirven de esa anécdota al principio de The Divider (El que siembra discordia), tal vez el mejor libro sobre aquellos agitados años en la Casa Blanca, para presentar “al primer astro de la telerrealidad metido a presidente”. El primero, también, “cuya principal preocupación durante su mandato fue moldear los hechos a su antojo”.
Cuando faltan 71 días para que vuelva a cruzar de nuevo ese umbral y con él, el de su segunda presidencia, la historia de aquel primer día sirve también para recordar que Trump ―que llegó al puesto por sorpresa y sin saber casi nada sobre cómo se gobierna la primera potencia mundial― lo hará ahora con un conocimiento íntimo de los resortes del poder de Washington y tras cuatro años de travesía en el desierto, tiempo suficiente para urdir su revancha. En otras palabras, que para sacar adelante sus promesas, que incluyen la deportación de millones de personas, el desmantelamiento del progresismo tras la “ideología woke”, la potencial persecución de sus enemigos y medidas con efectos potencialmente desastrosos sobre el calentamiento global, esta vez no necesita que nadie le explique dónde ni, sobre todo, quién enciende las luces de la Casa Blanca.
“Entonces llegó con una misión: drenar el lodo”, recordó el martes pasado la simpatizante republicana Dee Sharp a la salida del colegio electoral de Palm Beach (Florida) en el que Trump votó el día de su contundente victoria sobre Kamala Harris. “Pero le costó demasiado darse cuenta de que él mismo se había rodeado de criaturas de la ciénaga”, que es como se refieren a Washington quienes ven la capital como un lugar de podredumbre y corrupción. “Esta vez será distinta”, añadió Sharp.
Las primeras señales que ha emitido Trump sobre cómo piensa encarar su segunda oportunidad parecen darle la razón. El presidente electo abrió con Susie Wiles, discreta y fiel arquitecta de su exitosa campaña, el mercado de fichajes de su transición al día siguiente de cantar victoria, por lo que su futuro vicepresidente, J. D. Vance, definió como “el regreso político más grande de la historia de EE UU”. Wiles será su jefa de Gabinete, puesto que nunca ha desempeñado una mujer.
Es tan difícil exagerar la importancia del cargo, una especie de primer ministro en la sombra, como comprender con ojos europeos el alcance del poder de quien lo desempeña a la hora de ordenar la vida en la residencia oficial y de dirigir el tráfico de quienes influyen sobre el presidente (a los espectadores de El ala oeste de la Casa Blanca les bastará con recordar al personaje de Leo McGarry). Wiles ―quien cita en su página de LinkedIn entre sus habilidades la capacidad de “crear orden a partir del caos”― puso como condición para aceptarlo tener la última palabra sobre quién entrará y quién no en el Despacho Oval. Y eso dice mucho del ambiente que rodeará a este Trump 2.0: la prioridad es evitar la imagen de circo de cuatro pistas con un maestro de ceremonias errático y caótico que definió su anterior mandato. O, como afirma un dicho que ha tomado fuerza esta semana en Washington, ciudad abrumadoramente demócrata, presa desde el martes de un ánimo sombrío: “Puede que Trump no haya cambiado, pero todo lo que le rodea, sí”.
Está por ver si esos cambios serán suficientes para controlar los impulsos de un hombre que se hizo famoso diciendo “¡Estás despedido!” en televisión y que convirtió en un arte hacerlo por Twitter mientras era presidente (el hecho de que nombrara a Wiles mediante un comunicado tal vez señale un avance en su política de recursos humanos). Según Reince Priebus, primero de sus cuatro jefes de Gabinete entre 2017 y 2021, a Trump “solo le gustan dos tipos de personas: aquellas que solían trabajar para él y las que están a punto de hacerlo”.
Entre los segundos, se buscan representantes leales del movimiento MAGA (Make America Great Again o Que EE UU vuelva a ser grande, en español), sin tentaciones de llevarle la contraria. Esta vez figuran nombres como el empresario Elon Musk, con el que ha dicho que piensa contar como asesor en la contención de gasto federal, o Robert F. Kennedy Jr., famoso antivacunas que, para estupor del estamento médico, se perfila con mando en la gestión sanitaria. También, entrando en el terreno de las quinielas, los senadores Marco Rpubio (Florida), que aspira a secretario de Estado si Kennedy no lo impide, y Mike Lee (Utah), que suena para fiscal general; el gobernador de Dakota del Norte, Doug Burgum (candidato a “zar de la energía”, llevaría a cabo la agenda negacionista del republicano), o el inversor de capital riesgo Scott Bessent (Tesoro).
Otra pieza clave promete ser Vance, su próximo vicepresidente. Populista de extrema derecha, aguerrido guerrero cultural y, hoy por hoy, el más fiable delfín MAGA, se trata de un fichaje con el que el jefe parece sentirse más cómodo que con el de Mike Pence, su segundo hace ocho años. Pence se estrenó en 2017 en el puesto dándose de bruces con la certeza de que su papel no iba a pasar del de florero y lo dejó con una turba de simpatizantes de Trump pidiendo que lo colgaran durante el asalto al Capitolio.
Tormenta de poder perfecta
A diferencia de la primera vez, el Gabinete que nombre el nuevo presidente partirá con la ventaja del control del Partido Republicano sobre el Senado y todo indica que, a falta de que termine el escrutinio, también de la Cámara de Representantes. Así que Trump 2.0 ―que esta vez no llega como perdedor en el voto popular ni, como entonces, entre sospechas de influencia extranjera en su triunfo― se verá con una cómoda posición para avanzar en algunas de sus principales obsesiones, desde el desmantelamiento de las estructuras de Washington, donde peligran miles de empleos federales, a la persecución de los derechos de las personas trans, especialmente en el deporte femenino y en el ejército. Con la seguridad, además, de tener el respaldo del Tribunal Supremo, que cuenta con una mayoría superconservadora de seis jueces no vista desde los años treinta, y que tres de esos magistrados fueron nombrados por él en su primera vuelta. Si logra que renuncie alguno de los otros tres, que son los más veteranos, podría ampliar aún más y durante décadas su influencia sobre el alto tribunal.
Es algo así como una tormenta de poder perfecta, teniendo en cuenta que, como resume Yuval Levin, uno de los pensadores conservadores más respetados de Washington, en EE UU “el Congreso [el poder legislativo] es el encargado de moldear el futuro, los tribunales [judicial], de revisar el pasado, y el presidente [ejecutivo] de actuar en el presente”.
Trump, que demostró en su primera vuelta escaso respeto por la ley y por las tradiciones democráticas, regresa así a la Casa Blanca en un escenario favorable y con la confianza otorgada por una diversa coalición de votantes, que lo apoyaron pese a que se despidió del cargo tras instigar el asalto al Capitolio y que por el camino ha sido acusado en cuatro juicios penales (a punto de desvanecerse tras su holgado triunfo en las urnas como las lágrimas en la lluvia del monólogo de Blade Runner). Esto último le permitió presentarse ante los suyos como una víctima. Sobrevivir a dos intentos de asesinato durante la campaña provocó que además lo vieran como a un luchador, incluso como a alguien tocado por Dios. El resto lo puso la prestidigitación con la que logró convencer al electorado, harto de la inflación y de la suficiencia de las élites, que recordara solo la parte de su mandato en la que la economía iba bien, y no que, por ejemplo, decretara la cruel separación en la frontera de miles de niños de sus padres, que puso en marcha el plan que permitió al Supremo acabar con el derecho al aborto y que sugirió que la gente se inyectara lejía para vencer al coronavirus.
En mítines multitudinarios e impredecibles, Trump desgranó en los últimos meses una agenda que coquetea con el extremismo y vuelve a poner a “América primero”. Se trata de un ideario cuya máxima expresión recoge el Proyecto 2025, un documento redactado por un think tank de Washington del que el candidato ha querido desmarcarse, pese a que en su redacción han colaborado más de un centenar de sus aliados y a pesar de que Vance ha escrito el prólogo del nuevo libro de su director, Kevin Roberts.
Llegue hasta donde llegue, lo cierto es que se nota la urgencia por aplicar esa agenda cuanto antes. Su equipo de transición ya ha empezado a moverse para preparar una serie de órdenes ejecutivas y proclamaciones presidenciales sobre el clima y la gestión energética que forman parte de un plan más grande de reconfigurar el poder de las agencias federales que deciden sobre asuntos como la protección del aire, el agua, los parques naturales o el control de armas, y devolver ese poder a los Estados.
Hay planes de retomar las prospecciones petrolíferas y de gas licuado y de fomentar la minería del carbón. Algunas de esas decisiones amenazan la autonomía de las tribus nativas americanas, a las que Trump, que tiene un gran talento para el rencor, se la tiene guardada desde sus tiempos de promotor inmobiliario de casinos en Atlantic City (Nueva Jersey), cuando eran competencia directa, dado que en las reservas indias está permitido el juego.
La deportación
Una de las promesas más repetidas por el candidato es la de emprender la deportación de inmigrantes “ilegales más masiva de la historia”, echando mano de una ley del siglo XVIII que contempla la expulsión de los enemigos del país. Pero antes cerrará la frontera, tan pronto como en su primer día en el Despacho Oval. No está claro cómo piensa llevar a cabo una operación de esa envergadura, ni tampoco cómo la pagará: hay unos 11 millones de irregulares en EE UU, aunque el argumentario republicano maneja la cifra de 15 millones de personas que supuestamente han entrado sin permiso durante la Administración de Joe Biden. Entre otras severas medidas, Trump, que ha obtenido un histórico apoyo entre el electorado latino, ha prometido acabar con el programa de los dreamers de Barack Obama, niños que llegaron irregularmente y, convertidos en jóvenes de provecho, renuevan cada dos años su permiso para continuar en EE UU; rescindir el estatus de protección temporal y el permiso humanitario del que disfrutan centenares de miles de personas procedentes de lugares donde sus vidas estaban amenazadas; y poner fin a la concesión de la ciudadanía a los padres cuyos hijos nacieron en el país.
Las promesas económicas
Tampoco están claros los efectos ni la viabilidad de sus promesas económicas. Aparentemente, las hizo sin pensar demasiado en las consecuencias, pero le funcionaron como argumento para convencer a millones de ciudadanos ansiosos por creer que será capaz de reducir el coste de la vida y controlar la inflación (aunque esto último ya lo ha hecho la Reserva Federal). Su receta pasa por una combinación de subida de aranceles a la importación y medidas de desregulación empresarial y de reducción de impuestos: de los corporativos a los de bienes inmuebles, y de los que afectan a los beneficios de la Seguridad Social a las propinas o las horas extras. Los expertos en fiscalidad consideran que esa batería de iniciativas populistas contribuirán a aumentar el monstruoso déficit público en unos seis billones de dólares en 10 años. Su plan proteccionista mejoraría supuestamente las perspectivas de la producción made in America imponiendo aranceles y a costa de abonar las tensiones con China, potencia con la que Estados Unidos intercambia bienes y servicios por valor de unos 750.000 millones de dólares anuales (700.000 millones de euros). Pero esas medidas aumentarán, según el Instituto Peterson de Economía Internacional, en unos 2.600 dólares anuales el gasto de los hogares.
En política exterior, Trump, cuyo nacionalismo aislacionista y su desprecio por las reglas más básicas de la diplomacia y por la utilidad de los organismos multilaterales mantuvieron al mundo en vilo durante su primera presidencia, ha pintado un segundo mandato “libre de guerras”. Ha sido menos claro sobre cómo piensa apaciguar los ánimos en Oriente Próximo (más allá de un previsible endurecimiento de la línea con Irán) que sobre sus planes de terminar con la guerra entre Rusia y Ucrania, cuyas prisas podrían provocar para Kiev una pérdida de hasta el 20% de su territorio. No tanto por los términos de ese acuerdo de paz que da por hecho que firmarán sus presidentes ―Vladímir Putin, a quien profesa la admiración que solo siente por los “hombres fuertes” y Volodímir Zelenski―, sino por cuánto tiempo le costará lograrlo: “24 horas”.
Esa y otras tareas —como empezar a procesar los indultos para centenares de personas enviadas a prisión por su participación en el asalto al Capitolio, a los que el presidente electo considera “rehenes” de la justicia federal― conformarán el orden previsto por el nuevo presidente para el 20 de enero de 2025, su primer día en el Despacho Oval. Podrá dedicarse a ellas sin perder tiempo buscando dónde se encienden las luces. Tampoco le distraerán las fotos con su hija y su yerno. El matrimonio formó parte destacada de la primera Administración de Trump, pero no está llamado a colaborar en la Casa Blanca de Trump 2.0.
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