Fue Stalin quien sentó las bases para la banalización del concepto de fascismo. Emergiendo de la II Guerra Mundial junto a Truman y a Churchill, como salvadores del mundo libre por haber derrotado a la bestia nazi, encontró provechoso, según nos señala el historiador británico Tony Judt, descalificar de “fascistas” a críticos y disidentes del poder soviético. Ser anticomunista era ser fascista, de derechas, parte de las fuerzas, recién derrotadas, que habían perpetrado los peores horrores contra la humanidad. Banalizó así el uso del término para ubicar al comunismo en el extremo opuesto. Ello sepultó las similitudes entre su ejercicio totalitario con el nacionalsocialista, examinadas por Hannah Arendt, el haber firmado un tratado de no agresión con Hitler mediante el cual se repartieron Polonia y los países bálticos, y sus cruzadas coincidentes contra el capital financiero internacional, uno, por considerarlo expresión imperialista; Hitler porque “encarnaba la conspiración judía”. Ambos proyectos eran diametralmente antiliberales, además, al subordinar al individuo a la consecución de fines colectivos, de orden superior.
Lo anterior no pretende desconocer que comunismo y fascismo fueron fuerzas enfrentadas antes de la II Guerra. Se registra como afirmación de Mussolini: “El siglo presente es el siglo de la autoridad, un siglo de derecha, un siglo fascista”. Pero obedeció a la necesidad de desligarse de sus orígenes socialistas, fuerza con la cual rivalizaba violentamente por el control de las masas en el norte de Italia a comienzos de la década de 1920. Profesó que la “lucha de clases”, de la que nunca descreyó, se superaba o subsumía en el Estado, máximo representante del interés colectivo de Italia. Y, restaurado en el poder por los nazis en 1943, en la república de Saló, declaró a ésta “socialista”.
Por su parte, Hermann Rauschning, miembro del partido nacionalsocialista y presidente del Reichstag al comienzo del régimen, narra la siguiente declaración de Adolf Hitler en la primavera de 1934:
“No es Alemania la que se volverá bolchevique, sino el bolchevismo que se transformará en una especie de nacionalsocialismo. Además, hay más nexos que nos unen al bolchevismo que elementos que nos separan de él. Hay, por encima de todo, un verdadero sentimiento revolucionario, vivo por doquier en Rusia, salvo donde hay judíos marxistas. Siempre he sabido darle su lugar a cada cosa y siempre he ordenado que los antiguos comunistas sean admitidos sin demora en el partido. El pequeñoburgués socialista y el jefe sindical nunca serán nacionalsocialistas, pero sí el militante comunista”.
Un libro de Zeev Sternhell, The Birth of Fascist Ideology, From Cultural Rebellion to Political Revolution, argumenta que el fascismo tuvo también impronta marxista en su génesis, por la influencia de Georges Sorel y sus tesis de sindicalismo revolucionario. Es innegable, por tanto, la existencia de numerosos vasos comunicantes entre comunismo y fascismo, a pesar de su violento antagonismo en las calles.
Stalin, por supuesto, no fue “fascista”. Tiene el infame deshonor de ser epónimo de un término que designa al totalitarismo implacable de los regímenes comunistas de la órbita soviética: “estalinismo”. Pero, apenas dos cosas lo distinguen, básicamente, de las prácticas fascistas: 1) que en absoluto era populista; y 2) que no necesitaba serlo, porque su poder emanaba de ser ejecutor de un porvenir ineludible predicho por la teoría “científica” del marxismo-leninismo, que “liberaría a la humanidad”. Al Partido Comunista le correspondía materializar tal destino, con los medios que fuesen necesarios. El fin justifica a los medios. El poder de Stalin no descansaba tanto en el efecto de mensajes de odio que revolvieran resentimientos y galvanizaran ansias de venganza de sus partidarios –pasiones de la sinrazón–, sino en la convicción de disciplinados militantes de estar ejecutando los fines de la “Historia”.
Al desmoronarse la experiencia soviética y quedar expuesto el marxismo como una ideología más, en absoluto científica (en términos positivos, popperianos), a los movimientos comunistas se les “desinfló” su ostentación de ser conductores hacia el “futuro inevitable” de la humanidad. Tuvieron que apelar a similares resortes emocionales del populismo fascistoide para legitimarse. Su discurso, aderezado con referencias patrioteras contra el imperialismo yanqui, reemplazó los paradigmas de primacía étnica de hace 100 años. Y, así, revestido de “nacionalcomunismo”, el fascismo del siglo XXI se dispuso a liquidar a sus enemigos, defensores de la democracia liberal, ¡pero tildándolos de “fascistas” para descalificarlos!
No obstante, el fascismo realmente existió. Hay que hacer un esfuerzo, por tanto, de despojarlo de su banalización estalinista, para entender a qué nos enfrentamos. En la acepción de fascismo “genérico” a que se refieren Stanley Payne, Robert Paxton y muchos otros, todo discurso que cultivase resentimientos e inseguridades capaces de despertar entre sus partidarios ansias de desquite contra quienes el líder carismático señalase son sus enemigos, serviría de inspiración de prácticas fascistas. Para ello, un lenguaje de odio “legitima” su discriminación y el uso de la violencia para someterlos. Como se ha dicho tantas veces, la política pasa a ser entendida como una guerra, amparada en consignas bélicas asociadas, invariablemente, al control militar, la regimentación de sus seguidores y la conformación de bandas paramilitares uniformadas con el color de sus camisas. El imaginario así construido invoca épicas fundacionales para motivar al “Pueblo” a combatir al enemigo, exaltando la figura del héroe y el culto a la muerte como máximo sacrificio por la causa. Cual burbuja ideológica refractaria a la realidad, absuelve los atropellos cometidos contra la población: es el costo de la victoria de un orden superior. Destruida la institucionalidad, la “ley” pasa a ser expresión de la voluntad del líder supremo, a quien se profesa culto y lealtad. Se vive para la lucha, por lo que es menester mantener la tensión de combate entre sus partidarios, destapando supuestas conspiraciones contra la “revolución”. Esta lucha pospone, indefinidamente, el glorioso futuro prometido.
La mitología comunista ha renovado elementos del discurso fascista tradicional, sobre todo con el uso de clichés de izquierda, y con la reformulación de los antagonismos con que se polariza el combate político contra los enemigos de la patria (o del pueblo). Lo que pasa es que, incluso con tal remodelación, el fascismo chavista ya no motiva. Ha degenerado en recetario de una secta parásita que intenta encubrir su condición expoliadora denunciando conspiraciones enemigas, repetidas, cual loros, por algunos de sus personeros más desvergonzados. Entrampados entre su compromiso por permitir unas elecciones confiables y la certeza de que perderán irremediablemente y con amplio margen de permitir la libre expresión de la voluntad popular, se les ocurre formular ahora una disparatada “Ley contra el fascismo, neofascismo y expresiones similares” para reprimir a sus críticos. Tipifica tales prácticas de una manera tan ambigua e imprecisa que permite acusar de ellas a cualquier oponente incómodo y aplicarle multas, prisión, inhabilitación política y prohibición de organizarse o de protestar, así como acallar a los medios de comunicación. Instrumento fascista como ninguno, ¡pero en la forma de una “ley antifascista”!
Ingo Müller, en su libro Los juristas del horror, referido al ejercicio del poder judicial bajo el régimen nazi, registra que, en muchos casos, a un individuo incómodo se le detenía para luego adjudicarle el delito correspondiente con su respectivo castigo. Dependiendo de la inquina en su contra, podía estar entre una prisión leve o la muerte. La “justicia” invertida: primero te detengo, luego busco de qué culparte. En fin, operaban bajo el lema de que “la ley y la voluntad del Führer son una sola”. El adefesio de ley antifascista cumple con propósitos similares, si bien intentando camuflarse como instrumento en contra del odio y en defensa de la democracia. ¡Mayor cinismo imposible!
Los psicólogos caracterizan esta forma de comportarse de “proyección”: inculpar a otros de tus peores defectos buscando limpiarte de ellos.
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