martes, 28 de agosto de 2018

Los náufragos de la revolución Por ALBERTO BARRERA TYSZKA

Una venezolana aguarda frente a una oficina de migración de Colombia el 20 de agosto de 2018. Credit Luis Robayo/Agence France-Presse — Getty Images

Las imágenes se multiplican con aterradora velocidad. Cada día hay un reportaje nuevo, con distintos y difíciles testimonios. La tragedia ha dejado de ser solo venezolana. A cada momento, con cada paso, sus límites se extienden. ¿Cuántos kilómetros hay que caminar para llegar desde Venezuela a Colombia, a Ecuador o a Perú? ¿Cuánta desesperación hay que tener para emprender un viaje de ese tipo?

Según la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), el actual éxodo venezolano es uno de los movimientos masivos de población más grandes en la historia de América Latina. ¿A dónde fue el famoso Plan de La Patria, ideado por Hugo Chávez, que anunciaba que en 2019 Venezuela debía ser una gran potencia económica? Lo que antes parecía un sueño pintoresco del país más rico de la región ahora parece una epidemia amenazante.

Durante muchos años, la llamada Revolución bolivariana hizo diplomacia con la billetera. Repartió dinero y negocios sucios por la región. Ahora los hijos de Bolívar no exportan dólares sino miseria. Ambos fenómenos, la corrupción y el éxodo masivo, están relacionados y no se pueden analizar de manera aislada. Son flujos distintos pero forman parte de un mismo viaje.

Las recientes decisiones de los gobiernos de Ecuador y Perú, intentando regularizar el tránsito de venezolanos por sus fronteras, así como los brotes de xenofobia que ocurrieron en Pacaraima en Brasil, encienden focos de preocupación pero también confirman que la región comienza a vivir las consecuencias de una crisis para la que no estaba preparada.

Se trata de un avasallante flujo migratorio que introduce nuevas variables de todo tipo, desde económicas hasta sanitarias y culturales, y produce cambios fundamentales en la ya frágil y compleja realidad latinoamericana. Basta un dato como ejemplo: el porcentaje de venezolanos que asisten a los centros médicos del estado fronterizo de Roraima, en Brasil, ha aumentado de 700 en 2014 a 50.000 en 2017. En los primeros tres meses de este año, ya se había atendido a 45.000. El problema ha alcanzado tal dimensión que ya no se trata solo de un asunto de solidaridad sino de capacidad. Los países vecinos han apoyado de manera generosa a los inmigrantes, pero cada vez tendrán menos posibilidades de ayudar sin ponerse ellos mismos en riesgo, sin terminar, de algún modo, afectados por la crisis.

Contextos de este tipo son fértiles para el surgimiento de la intolerancia y de la xenofobia. Ya se sabe: no es fácil ser inmigrante, menos aun para los venezolanos, quienes en general no habíamos tenido nunca esa experiencia. Nuestra idiosincrasia, más bien, acostumbró a nuestros vecinos a vernos como un país lleno de riquezas y oportunidades, dispuesto siempre a recibir a extranjeros. Estamos aprendiendo, de manera vertiginosa y abrupta, a ser otros. Y con frecuencia nos equivocamos. Todavía no hemos digerido bien que venimos de una fantasía que se ha hecho pedazos. Hay que ponderar también que no es fácil recibir un desembarco multitudinario de extranjeros de forma repentina. Se calcula que en la primera semana de agosto entraron diariamente a Ecuador más de 4000 venezolanos. Es una suma inmanejable. Una nueva emergencia para cualquier gobierno de la región.

El 21 de agosto de 2018, un vendedor de fruta en Caracas muestra una moneda de un bolívar soberano, que equivale a los cien billetes de mil bolívares que sostiene en la mano izquierda. Credit Meridith Kohut para The New York Times

Pero los náufragos de la Revolución bolivariana no están a la deriva por decisión propia. Fueron expulsados. Arrojados al mapa continental por un gobierno inescrupuloso que prefiere trasladar la crisis a sus vecinos antes que asumir sus responsabilidades. Los inmigrantes son víctimas no solo de una política equivocada, sino también de una élite que se ha enriquecido a costa de empobrecer al país, una élite corrupta que blanquea el dinero de la nación en diferentes lugares del mundo.

El gobierno venezolano ha rechazado cualquier intento de apoyo o de presión de la comunidad internacional. Su arrogancia y su crueldad han sido criminales. Basta recordar que, apenas hace un año, la hoy vicepresidenta Delcy Rodríguez aseguraba que “en Venezuela no hay hambre, en Venezuela hay voluntad. Aquí no hay crisis humanitaria, aquí hay amor”. Y también, un año antes, en la asamblea de la Organización de los Estados Americanos (OEA), ella misma aseguró, “con total responsabilidad”, que en el país no había “crisis humanitaria”.

Leer mas: https://www.nytimes.com/es/2018/08/26/opinion-barrera-tyszka-crisis-migracion-venezuela/

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