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sábado, 29 de marzo de 2025

El punto ciego comercial de 16 billones de dólares de Trump, de Ricardo Hausmann

 

Ricardo Hausmann

Por: Ricardo Hausmann

En agosto de 1914, los europeos no valoraban demasiado el siglo de paz que había seguido a la derrota de Napoleón en Waterloo. Como relató la historiadora Barbara W. Tuchman en su libro de 1962 Los cañones de agosto, el sentimiento público en Berlín, París, Londres y Viena se vio arrasado por una ola de euforia colectiva: una excitación febril por los beneficios esperados de una guerra mundial rápida y decisiva. El resultado fueron cuatro años de miseria y devastación.

La administración del presidente norteamericano Donald Trump parece impregnada de una sensación similar de bravuconería desacertada, en su ataque temerario sin tregua al orden global de seguridad y comercio que prevaleció en los últimos 80 años. Convencido de una victoria fácil e inevitable, Trump le ha declarado unilateralmente la guerra al orden de posguerra, desoyendo la lección del mariscal de campo Helmuth von Moltke el Viejo, el arquitecto militar detrás de la victoria de Prusia sobre Francia en 1870-71: ningún plan de batalla sobrevive al primer contacto con el enemigo.

A simple vista, Estados Unidos parece bien posicionado para ganar la guerra comercial de Trump contra China y socios comerciales clave como Canadá, México y la Unión Europea. En sus declaraciones públicas, Trump suele centrarse en el gran déficit comercial de bienes de Estados Unidos, que alcanzó la cifra récord de 1,2 billones de dólares en 2024. En su opinión, el déficit comercial es una prueba irrefutable de que a Estados Unidos se lo está tratando “de forma muy, muy injusta, muy mal”.

Como importa más de lo que exporta, Estados Unidos tiene más bienes extranjeros que gravar que exportaciones vulnerables a represalias. Trump pretende aprovechar esta ventaja estratégica mediante aranceles -la “palabra más hermosa en el diccionario”, como dijo alguna vez- para presionar a las empresas que operan en Canadá, México y China para que trasladen la producción a suelo estadounidense, eliminando así el déficit comercial. Dado que la mayoría de los socios comerciales de Estados Unidos dependen del acceso al mercado estadounidense, Trump cree que puede hacer valer su músculo económico y obligar a sus rivales a rendirse.

Pero el comercio no es un campo de batalla y la influencia económica en un área no se traduce necesariamente en victorias fáciles en otras. La falla fundamental de la estrategia de Trump es que se centra en el déficit comercial de bienes e ignora el papel mucho más importante que desempeñan los servicios, la propiedad intelectual y la inversión en la economía mundial. Esta perspectiva miope hace que Estados Unidos sea vulnerable a contramedidas que podrían socavar las mismas ventajas que da por sentadas.

La crítica clásica a la agenda comercial de Trump es que, tarde o temprano, terminará reconociendo que producir bienes en Estados Unidos aumenta los costos, perjudica a los consumidores y erosiona la competitividad de las exportaciones estadounidenses. Pero este argumento pasa por alto un detalle crucial: los vínculos económicos de Estados Unidos con el resto del mundo van mucho más allá de los bienes. Los servicios y las inversiones son igual de importantes, si no más. Y si es ahí donde residen sus ventajas y posibles vulnerabilidades, hay pocas razones para que otros países enfoquen sus represalias en aranceles sobre bienes.

Cabe destacar que Estados Unidos tiene un superávit considerable en materia de servicios, que llegó a 296.000 millones de dólares en 2024, impulsado por sectores como las finanzas, las telecomunicaciones, el comercio digital, los servicios empresariales de alto valor y la concesión de licencias de patentes y derechos de autor estadounidenses. E incluso esa cifra refleja únicamente las ventas directas de Estados Unidos a clientes extranjeros. En realidad, la mayoría de las grandes empresas norteamericanas operan en el exterior a través de filiales extranjeras. En 2024, las ganancias de las operaciones en el exterior representaron 632.000 millones de dólares. Si se tienen en cuenta estas ganancias, el superávit comercial invisible de Estados Unidos se acerca al billón de dólares.

Asimismo, empresas norteamericanas como Apple, Google, Microsoft, Facebook, Nvidia, Johnson & Johnson y Tesla aprovechan su poder de mercado basado en la innovación para extraer rentas de consumidores y empresas de todo el mundo. Si estas empresas se vieran afectadas por el equivalente a un arancel, no podrían trasladar el costo a sus clientes en el exterior. Al fin y al cabo, si pudieran subir los precios sin perder ganancias, ya lo habrían hecho.

Si multiplicamos las ganancias de las empresas estadounidenses en el extranjero por 26 -la relación precio-beneficio promedio de las empresas del S&P 500-, el valor de las inversiones estadounidenses en el extranjero puede estimarse en 16,4 billones de dólares. Por el contrario, las empresas extranjeras que operan en Estados Unidos ganaron apenas 347.000 millones de dólares en 2024. En efecto, el superávit de Estados Unidos en servicios e ingresos de capital extranjero prácticamente compensa su déficit comercial en bienes. Esto hace que sus 16,4 billones de dólares en activos extranjeros sean un blanco mucho más atractivo para las represalias que los aranceles sobre las exportaciones estadounidenses.

El dominio tecnológico y de propiedad intelectual (PI) de Estados Unidos, que sustenta su gigantesco superávit de servicios y sus rentas de capital, no es casual. Tiene sus raíces en el orden internacional de posguerra, en particular en el gran acuerdo alcanzado por la comunidad internacional en 1994 durante la llamada Ronda Uruguay de negociaciones comerciales. En virtud del Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (TRIPS por sus siglas en inglés), los países en desarrollo se comprometieron a hacer cumplir las protecciones de la PI de las economías avanzadas a cambio de acceso a los mercados.

Como demuestran investigaciones recientes, el acuerdo sobre los TRIPS ha impuesto costos significativos a la mayoría de los países en desarrollo. Aun así, ellos lo aceptaron como el precio a pagar para ganar un mayor acceso a los mercados occidentales. Pero si ahora se considera que Estados Unidos incumple su parte del trato, ¿por qué deberían las economías emergentes cumplir con la suya? Muchos países tendrían un incentivo para cuestionar el Acuerdo sobre los TRIPS, quizás incluso coordinando esfuerzos para debilitarlo o abandonarlo por completo, poniendo en riesgo a industrias con un uso intensivo de PI como la tecnológica, la farmacéutica y la del entretenimiento.

Mientras el debate en Estados Unidos y en el extranjero se centra en los aranceles y su impacto en los precios y las exportaciones, otros países pronto empezarán a preguntarse si proteger los activos económicos más valiosos de Estados Unidos -su propiedad intelectual y los mecanismos globales que permiten monetizarla- sigue beneficiando sus intereses. Cuando esas protecciones empiecen a erosionarse, tal vez -sólo tal vez- Trump y sus acólitos comprendan que, después de todo, el orden multilateral no era tan injusto, y que tal vez no valga la pena derribarlo.

Ricardo Hausmann, exministro de Planificación de Venezuela y execonomista jefe del Banco Interamericano de Desarrollo, es profesor de la Harvard Kennedy School y director del Harvard Growth Lab.

Derechos de autor: Project Syndicate, 2025.
www.project-syndicate.org.

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